20111229
20111219
Lo irremplazable
20111211
Wish, whisper, whip
20111204
De querer(te)
20111202
20111130
La risa tonta
20111121
Won't you fly high, free bird?
Free Bird, Lynyrd Skynyrd
Y en las muñecas, palabras
-cintas de plata-,
pieles de noche y sal.
Palabras de sombra ciega, cálida
al tacto.
Palabras que me retienen, que van
y vuelven.
Anidan en mi boca y luego vuelan.
Y yo con ellas.
20111114
Late memory
20111107
Entre agua y barro
Lo siguiente son náuseas y mi cuerpo gritando que quiere nicotina. La cabeza me da vueltas y me apoyo en la barra, mecida por el agua que nos está inundando. Joder, repito para mí, joder, otro trago. Me lo bebo muy rápido y la boca me escuece. Vuelvo a la pista de baile, que es mi hueco original durante ese rato, y pongo los ojos en blanco. Me coge la mano, me rodea, me pregunta si soy real. Yo aparto la vista y niego con la cabeza. No, no, no. Y tú tampoco eres real, ¿no es cierto? No me responde, pero me coge la otra mano. Giramos en el espacio. Yo repito que no, que no es real, y que si fuera real no estaríamos en medio de un pantano. Tengo los pies pegados al fango, creo que no puedo escapar. Las manos se sueltan y ahora me rodean la cintura. Pero yo me niego a mirar, porque ya sé qué voy a hacer si miro. Retengo un vago recuerdo, agradable, de una noche hace mucho tiempo. O no, quizá no hace tanto, las fechas me bailan en el estómago. Quiero sentarme, pienso, y busco a mi alrededor, en este cenagal, alguna rama o piedra o resto de civilización, pero encuentro aire. Solo aire. Las manos que me rodean son cálidas, y creo que deberían de ser familiares. Me decido a abrir los ojos -¿es que alguna vez pudieron ver?- y me encuentro otros ante mí, mirándome. Parpadeo una, dos, tres veces. ¿Quién eres?, le pregunto tan solo moviendo los labios. ¿Quién eres y por qué estás en este pantano cogiéndome de la cintura? No responde y me besa en la frente. Ahora estoy pálida, noto la sangre cayendo como un torrente de la cabeza a los pies. La oigo bajar y estrellarse contra el barro. Me zumban los oídos y la cabeza me da vueltas. Pero se da cuenta y me coge en brazos; creo que no peso nada. Debo de ser de humo, o de niebla, o de palabras. Me lleva a través de ningún camino -todos los senderos están cerrados por el agua- y me deja sobre un árbol enorme, justo en el centro del pantano. Hay otras plantas, y oscuridad grisácea, y todo huele a umbría aquí. Nos sentamos en una rama; balanceo los pies sobre el vacío azulado. Me coge una mano entre las suyas y miramos hacia abajo: estamos manchados de tierra, llevamos restos de hojas en la ropa y en el pelo. Me doy cuenta de que no ha sonreído ni una sola vez. Bien. Cierro de nuevo los ojos y cuento hasta siete. Al abrirlos, encuentro el cielo sobre mi cabeza. Hay un pájaro pequeño y negro que cruza a toda velocidad, rasgando la bóveda del sueño con sus alas de cuchilla. Bajo los ojos despacio, con el zumbido aún resonando; bajo los ojos despacio, hasta los suyos. Quiero evitarlo, porque sospecho que es ahora cuando toca que sonría; es ahora cuando llegan las palabras en voz alta que yo no quiero. Así que cuando nuestras trayectorias oculares se cruzan, solo durante una fracción de segundo, grito. Grito para que sepa que estoy escogiendo el silencio. Grito con toda la fuerza de mis pulmones. El aire sale disparado por doquier, estrellándose contra el decorado que me rodea, barriendo el agua, el barro y la mueca. La mueca, sí. La sonrisa que apenas había comenzado a nacer en esos otros ojos; y ya la he matado.
Después del grito, el vacío se adueña del paisaje. Viene caminando con el paso del tiempo, ese que no rompen ni las botellas ni las luces del amanecer. Y ahora no queda nada alrededor: no hay árboles, ni pájaros, ni nadie más que yo. Respiro hondo -parece que por primera vez en años- y decido que ya es hora de despertar.
20111104
Endgame
20111102
Anyway, what you're gonna do about it?
20111016
Del fin de H.
20111009
Duermevelas
20111005
20111002
Golondrina
(...) seguirá avanzando, aún más allá, porque, si muriera aquí, le pondrían una lápida encima y, para una mujer que nunca tiene sosiego, la idea de que su huida vaya a detenerse para siempre es insoportable.
La insoportable levedad del ser, Milan Kundera
La extensión de la Maga contemplaba un frasco de colonia vacío. Se trataba de un bote de cristal grueso; Maga lo sostuvo a contraluz, dejando que la lámpara iluminara dos peces pintados. También había un gato amarillo y flacucho sobre un lateral, observando a los nadadores con curiosidad. El gato era una constante vital. El gato siempre había estado en el mismo sitio, acechando a los peces con la misma expresión de gato que acecha a unos peces durante años. Maga había observado el intento inerte por pasar a la acción desde pequeña; dos brillos anaranjados nadando en aire de cristal, una sombra dorada a punto de saltar, esperando el movimiento que nunca llegaba. Era la persecución más triste de la historia, porque en ella nadie se molestaba en escapar. Así, el gato amarillo sobre el frasco jamás lanzaría un zarpazo, ni los peces se asustarían ni chocarían contra los muros de vidrio, ciegos por salvarse. Maga acarició con la punta del dedo el lomo arqueado del felino. Lo dejó sobre la mesa y siguió el contorno octogonal del bote, con sus ojos caminando de puntillas sobre el silencio del cuarto. Se oía un reloj a lo lejos; cuatro golpes de tiempo cruzando el pasillo. Estiró las comisuras de los labios en una mueca, se pasó la mano por el pelo y suspiró. Los peces eran todos unos traidores, se dijo. Ya de niña no le gustaban nada; dos pequeñas manchas de color huidizas, riéndose del pobre gato de plástico con sus problemas de movilidad. Peces crueles, que no huelen a nada ni tienen escamas brillantes con las que maravillar al mundo.
Maga cerró la puerta con suavidad y echó a andar hacia la calle. Sus zapatos repicaban como la lluvia bajando las escaleras de piedra. Mientras vagaba por el puerto, se detuvo a contemplar a los gatos que sí se movían y lanzaban zarpazos a peces y participaban en auténticas persecuciones. Maga los quiso como a hermanos durante treinta segundos. Después se dio cuenta de que ningún gato, real o de frasco, tenía nada que ver con ella. Cansada y ebria de brisa marina, titubeó ante el muelle dos minutos eternos; después reanudó su paseo.
Entró muy despacio en un bucle de sueño y retazos de memoria. Caminó con pasos livianos hollando las nubes; se paró ante el mar e hizo una reverencia a sus simas rebosantes de vergüenza. Un pie tras otro; se recogió el pelo con las manos y luego lo dejó resbalar sobre sus hombros fríos. Maga no sabía a dónde iba, pero cada paso le hacía hervir la sangre. Cada metro recorrido era un mantra: “Estoy viva, estoy viva, estoy viva”. Así continuó hasta llegar a una plaza apartada del resto. Miró a su alrededor; avanzó arrastrando los pies hasta un banco, donde se acostó hecha un ovillo y dispuesta a soñar. Pobre Maga, con el resorte del pecho todavía roto. Pobre Maga, la peor de las ficciones humanas que nadie ha creado jamás.
La extensión de la Maga llevaba una llave atada al cuello; raquítica y deslucida, tenía ese soplo tranquilo que dan las cosas muy viejas. Todavía tumbada, Maga se sacó del bolsillo una cajita de madera y la sostuvo en la mano. En la tapa había tallada una golondrina. Seguro que no pesaba demasiado, porque era una cosa muy pequeña, tanto que cabía en la palma de la mano. Sin abandonar la posición horizontal, Maga acercó hacia sí la golondrina atrapada en el dibujo. Con mucho cuidado, deslizó la llave en el interior de una ranura lateral. Le dio dos vueltas hacia la derecha y esperó. Transcurrieron días. Maga no se movió, ni dejó de mirar fijamente la caja cerrada, tan minúscula que le cabía en la palma de su mano diminuta. Quizá eso era todo; Maga mantenía la vista clavada en ella, como si hubiera algo que leer, o como si memorizase cada surco en la madera oscura.
Pero la extensión de la Maga se durmió con la cajita sobre el pecho y la llave todavía en la ranura. Agotada como estaba, soñó con el mar y la levedad, la sangre y la nieve. Dentro de su pecho hueco retumbaban, una a una, las notas de una canción que llevaba grabada por dentro de los ojos. No mostraba un aspecto convencional; es decir, nada de pentagramas o negras o claves de sol. Cada parte encajaba con el resto formando filigranas entrelazadas en sus humores, sus huesos, su carne. Cada fragmento disperso se unía al resto en forma de canción de cuna, vieja, temblorosa y pálida. La música recorría el interior de Maga siguiendo el dibujo, con un fluir desdentado que le hacía subir la fiebre y caer las lágrimas, hasta llegar a un punto en el que su cuerpo se colapsaba y, curiosamente, llegaba a un equilibrio perfecto y funcional, floreciendo por dentro como si le hubiera llegado la primavera. Entre tanta serenidad enlatada y pasos patizambos de melodía, la niebla de la vigilia le mostró a su creador, un artesano de ojos de plata. Estaba inclinado sobre algo que sostenía entre las manos; el baile de la gubia y la lija jugando sobre la madera desbordó el cerebro de Maga como si fuera agua. El artesano se echó hacia atrás y contempló su trabajo terminado: era una cajita tan diminuta que le cabía en la palma de la mano.
Mientras Maga dormía, y sin que nadie lo advirtiera, de la cajita se escapó un suspiro como de ramas y bosques. Lentamente, con un “clac”, la tapa se abrió. Una golondrina diminuta, tizón del aire, sacudió sus alas y echó a volar hacia el cielo.
20110930
Adiós, Fígaro
20110929
De la levedad
Pip y yo estábamos sentados, mirando por la ventana en el muro. Quise decirle “Pip, creo que hoy me he muerto un poco por dentro”, pero en lugar de eso saqué dos cigarrillos y fumamos. Hablamos del peso. Le dije “Por eso empecé a escribir, tío”. Él me contestó “Siempre lo he preferido”. La levedad asusta. La levedad es un vértigo nauseabundo y traicionero disfrazado de broma. Cuando te zambulles en ella es amarga, sorda; se adhiere a la piel, te atraviesa, y si no estás preparado, te deja lívido y temblando de fiebre. Es una peste del mundo moderno, la levedad. La gente quiere huir de ella, sí, pero solo alcanzan la inacción; como flotando, estáticos y flotando, eso es. A Pip le gusta el peso, y yo siempre he querido dejar un rastro que me una con lo que está por llegar. De pequeña quería ser Baudelaire y que mi cara figurara en todos los libros de historia. Después apareció Pip y apareció Ernie y también Pianocat y fundamos la D-Generación para escaparnos y permanecer. Lo que necesitábamos era más peso, peso, peso. Por eso, cuando Ernie me miró y lo dijo en voz alta, me hizo llorar. Porque vi la levedad reptando sobre sus palabras, en las líneas de fuga del patio y en el cielo cubierto sobre nosotros. La levedad, que cada vez pesaba más sobre mis pulmones, tanto que los hizo estallar; llené todo de vísceras ligeras como nubes. Ernie fue capaz de transformar la levedad para mí en forma de plomo y piedras que me golpearon. Así fue como me morí un poco.
Pip y yo encontramos un hormiguero cerca del banco. La hilera iba y venía, hasta un par de metros por detrás de nosotros. Las observamos durante un rato; volvimos a sentarnos ante la ventana en el muro y hablamos de nuestras obras. Pip se quejó de que lo que escribíamos eran siempre cosas muy cortas, y yo pensé “tiene razón” y le hablé de mi libro y mis ideas y todo eso. De la estructura, por ejemplo. Le gustó. El viejo Pip, siempre dispuesto a escucharme. Nos levantamos y caminamos hasta el mirador, para ver los barcos. Había un viejo velero de madera que apenas distinguimos entre las demás naves. Luego reanudamos el paseo; le pedí que cuidara de Ernie. En cierto modo, me sentía responsable de él; no debí haber hecho lo que hice. Hay cosas que no se pueden decir, nunca, y está bien así. Pero cometí el error de darle aliento a algo que, en realidad, no valía ni ha valido nunca gran cosa. Ahora quizá Ernie esté preocupado por mí, porque me vio llorar en su patio de luces mientras me fumaba dos cigarrillos seguidos. Supongo que creíamos entendernos más de lo que nos entendíamos, y así avanzamos por un camino que solo consistía en puertas y más puertas que se cerraban. Le dije a Ernie que siempre me preguntaría qué podría haber pasado si… pero quizá no sea cierto. Quizá me guste haberme muerto un poco por dentro y quizá me guste lo que soy ahora. Pero creo que no lo habría entendido. Con Ernie siempre tenía que usar palabras específicas: Ernie-términos, Ernie-verbos, Ernie-sentimentalismos. Algunas personas funcionan mejor así, como un coche que admite un tipo de combustible y no otro. Si yo le hubiera hablado con la franqueza que tengo conmigo misma, con otras expresiones y otra luz y otra saturación, Ernie no sería Ernie y yo no sería yo. Si cuando, en la soledad de la cocina, me pregunté sobre la levedad y la pérdida hubiera tenido miedo –es decir, si mi miedo fuera realmente el miedo a la pérdida- habría corrido a su cama y me hubiera refugiado allí durante veinticuatro horas. Pero no lo hice, porque no había nada que echar de menos. Porque fue la levedad la que me hizo llorar.
Pip me acompañó hasta el portal y esperó mientras llamaba. El viejo Pip, que iba a ir a buscarme a la salida de clase; Pip, que se preocupa por mí. Pensé en eso durante cuatro pisos de escaleras de madera desvencijadas y un pasillo estrecho. Al llegar tiré mis cosas a los pies de la cama, como siempre hago, robé un cigarrillo de la estantería y me coloqué al lado de la ventana. Es lo único que me gusta de ese sitio, el ventanal con su pintura blanca rota y su barandilla. Pasé la mano sobre las cicatrices de la madera, despacio; lo hacía siempre, por si cada vez era la última. Por si no volvía a asomarme desde allí a ver los edificios y la gente pasando. Cómo me gusta esa ventana. Tiré la colilla mientras me lo repetía: “cómo me gusta esta ventana”. Después me senté al borde de la cama y me saqué las botas. Si volvía una y otra vez allí, a esa habitación con esa ventana, era porque me hacía sentir intocable. Allí dentro no entraba nada, nada salía. Alto el fuego; yo no era tan de esa manera y sí más de aquella otra. Me gustaba ir porque no me exigían palabras ni sentimientos, solo yo al borde de la cama. Ni un solo “¿En qué piensas?”. Ernie solía hacerlo, ¡y yo lo detestaba! Nunca pareció comprender que huía de explicar lo que no necesita explicación. Por eso, tomé la costumbre de ir y venir y de acabar recalando siempre en esa casa, a quitarme las botas y robar cigarrillos para fumármelos después en la ventana que me gustaba tanto.
La tarde se me fue deshilachando entre las manos, minuto a minuto, hasta que me olvidé por completo de que había llorado. Envuelta entre mantas, sentada, con la cabeza alta y la mirada como un colibrí. Hice un cálculo rápido. Ernie se había quedado atrás, convertido en un punto lejano y cubierto de polvo. Yo existía aún, era más que suficiente. Mis órganos funcionaban, mi cuerpo conservaba todos sus miembros; notaba el calor, el frío, el tacto de la madera y de la lana. Parece estúpido, pero la verdad es que así me curé: bebiendo y chillando y sintiéndolo todo más de lo que debía. Pero se había terminado. El fin de alguna cosa. El fin del peso. Y el comienzo de lo leve.
Me levanté y me fumé otro cigarrillo. Mi primer impulso como criatura de la levedad fue inclinarme hacia él y darle un beso en la mejilla.
20110925
Crash
20110920
Las estaciones en fuga
Dijo que dolió
Que le dolió
Mucho tiempo.
A mí me dolió,
Me sigue doliendo
-tantas esquinas sin luz y tanto por lo que llorar-
Las piedras que amontoné sin cuidado alguno
están cubiertas como de primavera y suspiros
y ahora el agua ya no las atraviesa.
Los huecos, bueno, supongo que se llenaron
de vino y de vidrio, de ojeras y fiebre,
de sábanas viejas.
Ha llegado el otoño. He dejado de rezar.
20110911
5:32 a.m.
Otros – mucho
antes que yo
lo predijeron: la existencia
de la carne (podrida) y
el alma (cristal vacío).
Yo no me atreví ni a respirar.
La tormenta pasa arrastrándose, exangüe;
empaña con su aliento húmedo
el latón viejo del cielo
-llamas y ceniza bailando en su reflejo-
El cielo viejo, sí, rojo, muerto
que se come al Sol y después arde.
No me moví. Mis manos, siempre
en silencio, se llenaron de sangre.
No lloraré. Pero esa sangre
era mía.
Por resistir os entregué hasta mi levedad.
Quién sabe qué venenos me habitan
ahora, saco de huesos
y humores podridos.
En realidad,
lo único que me queda por ofrecer
es, además del etanol
- lengua fría de la medianoche-,
mi propia vida.
Qué insignificante.
20110905
De cocinas y piedras catatónicas
Hubo un momento en el que pareció que el suelo cobraba relieve. Las baldosas se combaban hacia arriba, como un puñado de gatos pardos con el lomo arqueado. Alcé una ceja, después la otra. Mi cara todavía estaba allí, qué bien. Entonces me preguntó si quería un poco de té. Le dije que no; no me gusta el té.
Cada uno estaba sentado en un extremo de la mesa. Me había propuesto no moverme, por fervor estático o quién sabe qué chorrada. Miraba el suelo, que era lo que tenía delante; mi cuerpo parecía encontrarse a gusto, y no me molesté en variar su estado. Al lado de mi mano derecha, sobre la mesa, estaba mi viejo cepillo de dientes. ¿Qué estaba haciendo allí? Nota mental: guardar cepillos de dientes como vínculo fantasmagórico con gente de mi pasado. Oí la silla moverse y pasos hasta la pila; la taza estaba en el fregadero ahora.
-¿Puedo ofrecerte algo?
Gruñido vago.
-¿Quieres cepillarte los dientes?
Responder habría supuesto el desplazamiento de varios músculos. Después salió al corredor; oí sus pasos, oí agua corriendo. Volvió tras unos minutos:
-He dejado dentífrico en el baño. Para mañana.
Fascinante suelo, amor a la catatonia. Se acercó a mí y me acarició la cabeza. Amor a la catatonia, fascinante suelo.
-¿Sabes moverte por la casa, no?
Pregunta estúpida, después de casi dos años.
-Buenas noches.
Permanecí sentada bajo el neón epiléptico. Cansada, negándome el descanso, borracha aún, con la garganta seca. Recuerdo que, cosa curiosa, me esforzaba en no querer irme a la cama. Como si –menuda idiotez- el insomnio fuera una penitencia autoimpuesta. Ya eran las cinco y media, hacía rato que todos dormían. El silencio dormía, también. El paso marcial del reloj era lo único que atravesaba el sopor nocturno. Capas y capas de pesadez, como una cebolla lúgubre. Y yo intentando ponerme nostálgica. Supongo que estaba tratando de explicar cosas, amotinar otras contra el recuerdo, pero no me salía. Me di cuenta de que no había nada que echar en falta; cerré la puerta, tiré la llave a la hoguera. Mejor así. Empecé a ser consciente de que no había ningún espectro adherido a la memoria, ningún jirón entre los dedos, ninguna silueta dormida a la que acercarse en busca de calor. Simplemente, esa parte de mí se había borrado. O había ardido. Quizá fui yo quien le prendió fuego. Estaba sentada en esa silla desde donde todo era tan familiar sin ser capaz de sentir algo más que una piedra. Respiré hondo y me alegré de que eso, por lo menos ese pedazo podrido, se hubiera perdido en el caudal del tiempo. Me sentí más liviana y sonreí.
Finalmente me levanté para llenar mi taza de agua. La cocina parecía un poco un campo en la Luna, irreal y lechoso; sería por la luz, digo yo. La mesa abierta, manchada, mi cepillo de dientes y todo lo demás. Cogí el tabaco y salí a la terraza. En el patio no había apenas ruido; se respiraba quietud de mármol negro, como lluvia plomiza que atraviesa la carne. El cielo cubierto flotando en el hueco entre dos edificios, sus nubes rojizas de noche envenenada. Saqué medio cuerpo fuera, conté sombras, fumé despacio. Mis dedos se deslizaron por los rieles de aluminio. Estaba frío. Llenaba mi tacto de agujeros helados, me mantenía despierta.
No quise pensar en nada que no fuera permanecer en vigilia. Abrí más los ojos y expulsé el humo por la nariz, lentamente. Otra página emborronada en duermevela. Después de noches como aquellas, me hacía diminuta y desaparecía varias horas. Hasta que olvidaba lo que me pareciese oportuno para suplirlo por recuerdos más brillantes, de canto biselado; algo que no fuera a dejar otras marcas que las que yo eligiera. Mi capacidad de inventiva facilitaba en gran parte el proceso. Así, sabía que aquella noche terminaría adquiriendo significado cuasi-mitológico, un par de puntos legendarios que evocar con nostalgia. Mentiras, pero bueno. Cuando ya te has inventado tantas, todo límite se diluye. El mismo alcohol que desdibuja la belleza de lo grotesco es el que arrastra las esquirlas que se pierden. Es decir, las que quieres que se pierdan.
Entonces llegó el turno del enfado. Recordaba vagamente el boicot al que había sido sometida horas antes. No sé con quién me cabreé más, si con ellos o conmigo. Si con Jill y su mirada de advertencia, o con mi vagar desorientado, automático, tras el espejismo de un afecto que caduca en media hora. En fin, al final terminé gritándole a Jill, como tenía por costumbre, y ella se había enfadado. Ahora estaba durmiendo. Sabía que me disculparía con ella a la mañana siguiente y nadie se acordaría más del asunto. También sabía que Jill no lo aprobaba. Mi comportamiento, digo. Pero estaba preocupada por mí, y eso constituía su escudo; no puedes enfadarte con alguien que demuestra tanta preocupación. Se considera moralmente inaceptable.
Cuando terminé el maldito cigarrillo, consideré muy seriamente suspender mi penitencia. Al día siguiente me tocaba madrugar, y ya eran las seis de la mañana. Me quedaban tres horas de sueño potenciales, de las que aprovecharía dos, o probablemente una y media. Cuando no estoy en casa jamás duermo bien. Como aquel otro día en el que los ruidos de la calle me mantuvieron despierta hasta bien entrado el amanecer. Seguramente esta noche sería mejor que aquella. Tenía la certeza de que nadie iba a ir a abrazarme, y de que no me iba a despertar sintiendo asco por ello. No por la situación, ni por la piel desnuda y tibia pegada a la mía, sino por ese gesto nocturno que era peor que una patada en plena cara. Constituía la mejor prueba de que era preferible morirse solo, bien lejos del cinismo afectuoso y de aquellos que lo profesan.
Cerré la ventana y apagué la luz. La oscuridad del pasillo era prácticamente tangible, pero conocía bien la posición de cada puerta y recoveco de la casa. Entré de puntillas en la habitación, me desnudé y me acosté al lado de Jill justo cuando empezaba a amanecer sobre el lomo dentado de esta ciudad de agua.
20110902
20110829
Mañanas
Hoy por la mañana me desperté temprano. Mientras me duchaba, pensé en aquello un momento. Recuerdo que el agua estaba demasiado caliente, pero no me importó. Tenía los hombros quemados bajo el chorro. Me gustan mis hombros. Miré atentamente la piel cada vez más roja con la cabeza vacía. Como si no hubiera otra cosa en el mundo digna de mi atención; nada más que mi hombro derecho y el agua rebotando con fuerza sobre él.
Me envolví en el albornoz y bajé a prepararme un café. Creo que dejé un rastro de gotas tras mis pasos; fui hasta la cocina descalza, como de costumbre, y cogí el café y mi taza de los Beatles y una cucharilla. Esperé de pie al lado del microondas a que se calentara, y le eché dos cucharadas rasas de azúcar. Cogí zumo, galletas y mermelada de fresa, y me senté a desayunar pensando en alguna cosa. Repasé mentalmente la lista de libros pendientes, intentando recordar las recomendaciones de un amigo, y comí en silencio, conmigo misma.
Cuando terminé volví a mi habitación y me metí en la cama, con albornoz y el pelo mojado y todo. Cogí la pitillera y un mechero y encendí un cigarrillo. La ventana estaba abierta, y sonaba algo de Dave Brubeck, creo. Miré el humo y ya no pude ver nada más, solo figuras retorcidas que subían hacia el techo y se deshacían a medio camino. Me recosté más aún y clavé la vista en una esquina de la ventana. Supongo que era inevitable, pero volví a pensar en aquello. Aquello que me preocupaba. Tenía el pelo pegado a la cara y las gotas resbalaban por ella, caían sobre la sábana azul y la mojaban; parecía una gotera de ángeles que lloran. No como yo, que no sé llorar. Se me olvidó. Por muy triste que esté, no hay manera. La única vez estos últimos meses en la que lo conseguí fue aquel día que supe que se estaba muriendo. Lloré la tarde entera, sin tregua, y al final tenía los ojos hinchados y rojos, y algo se había roto; pero durante la noche volvió a coserse, y al día siguiente todo seguía igual. Pero bueno, no lloraba ya, ni siquiera por aquello que me preocupaba un poco. Quise concentrarme muy bien en eso, y analizarlo y diseccionarlo hasta el mismo corazón –como siempre hago. Pero me desconcentró el cambio de ritmo de la música. Luego terminé el cigarrillo. Lo aplasté contra el fondo de mi cenicero improvisado y salí de la cama. Me quité el albornoz empapado y permanecí un rato de pie ante el espejo, en contemplación abstracta de mi propia desnudez. Era otra persona la que me miraba desde el cristal; aquel cuerpo no era mío. Me miraba una completa desconocida que poco a poco se superpuso conmigo, hasta completar una misma figura, una réplica que había adelgazado en los últimos meses, que en el brazo derecho tenía un moratón de noches pasadas. Ahora sí era yo, y como no me gustaba volver a mí, me di la espalda y empecé a vestirme.
Pensé por último en metáforas de cenizas enterradas, en cosas muertas y golpes contra uno mismo. Sentí lástima por lo que me preocupaba y por el hecho de que hubiera elegido la muerte. Al final, dejé que aquello saliera flotando por la ventana abierta en busca de otro cielo más claro y liso que éste de la costa. Me senté en el borde de la cama y observé mis manos, despojadas de todo talento. De repente recordé un sueño que había tenido aquella misma noche, y tuve que sonreír. Quizá ustedes no entiendan cuándo se tiene que sonreír, porque no es igual para todos. Pero mi cara se estiró horizontalmente en una mueca identificada con la alegría y los sentimientos positivos. Eso es; en una mueca. Que en el fondo era de lástima también por mí, y por tener que sonreír, y porque al fin y al cabo yo también escogí la muerte y la podredumbre una madrugada en la que ya amanecía en el fin del mundo.
20110822
De noche en la ciudad del agua
no queda silencio
que resbale de nube en nube
o de rayo de farola en charco.
De noche en la ciudad del agua
desfilan mil agujas sobre la piedra;
mil maneras de clavar el sueño
a la carne lívida –hasta agotarla.
De noche en la ciudad del agua
la oscuridad es interminable; el mar se traga
la arena de los relojes varados
y escupe a la orilla los cadáveres de las horas.
De noche en la ciudad del agua
ardió hasta el corazón de las cenizas.
Enterré los restos en el puerto, con las sirenas
de oro eléctrico
Era de noche, en la ciudad del agua.
PD: me pareció bueno mientras lo escribía, no ahora. Mediocre.
20110820
20110816
Fígaro III
Fígaro duerme tendido
Entre barrotes de lana;
Carne de luna y silencio
Al pie de la madrugada.
Madrigal muerto de frío
Mal clavado en la ventana
Y atado a un hilo de niebla
Que cruza, sombra de plata,
La memoria de otros mares
La nostalgia de otras alas
Que barren el horizonte
Al despuntar la mañana.
Y Fígaro al pie del poniente
Desgrana un canto de agua;
Camina el viento del norte
Sobre el romper de la playa.
Fígaro que sueña que vuela,
El viento que canta.
PD: éste, por ejemplo, sí que me gusta.
20110807
Simbología de la sangre
Raymond Carver
pusilánime
ruido de asco
-Jägermeister-
una reja
alguien da fuego.
Me estoy yendo, ssh
El humo que es viento y
luego plomo. Me lo trago. Es
mío. Es cálido. Me hace reír.
La lana, dentro, arde.
Ojos muy abiertos, ciegos de niebla
de nostalgia por los muertos
y entonces
el ruido se dispara, me arrastra
veo el mosaico, delante
de repente
los colores
estallan, me atraviesan
mi cabeza sangra
pero estoy viva. Soy un
cadáver, un
remiendo cosido al ojo
de un gigante
de plata y barro.
Mi cabeza sangra
pero estoy viva. Soy la
sombra entre el bien y
el mal
-es decir, nada-
Una insignificancia -viva.
Y tú no.
La sangre enmudece.
Basta. Ya no hay más.
La última puerta de la
percepción está ahí –respirando
con fuerza contra mi piel
en llamas-
y
se cierra
se está cerrando
se ha cerrado del todo.
20110802
A ti, pequeño hermano
Hoy es el día de la ceniza
y de la pérdida
El adiós de la última mirada, que arde aún
a la espera
Dejará que la luz se marche
La sombra lo cubrirá despacio, en un silencio
largo y blanco, interminable: primero vendrá
el letargo, luego la tierra, luego
el vacío sordo.
Dormirá bajo el árbol más querido.
20110727
I will always remember their cries
Like a shadow they'll cover my life
But I'll also remember mine
And after all I'm still alive
I'm still alive
I'm still alive
20110718
20110717
20110711
De cómo desperté a la Belleza
20110704
It's time to make a deal
20110629
Roundabout
20110627
Por amor al arte
20110621
I'd swear th'was the place. So here I am: staring at the face of Nowhere.
20110620
Voilà!
20110619
De habitaciones y noches en vela
20110616
Goddammit!
-¿Crisis, qué crisis?
Me dediqué a revolver frenéticamente el café, disolviendo con cuidado los pedazos de azucarillo que se desprendían. Maga me observaba desde lo alto de sus gafas negras:
-No sé por qué montas ese escándalo. Estamos en crisis y esto es un concilio.
-Venga ya, no hemos tenido una crisis en años. La edad te vuelve paranoica.
-No me digas… -murmuró, contrariada. Cogió su bolso del suelo y sacó algo que no pude ver; algo que golpeó la mesa haciendo un ruido de mil demonios. Mi taza saltó de su plato, desbordándose. El camarero tras la barra nos echó una mirada fulminante.
-Bueno, tranquilízate, ¿quieres? –le susurré bajando la cabeza.
Después me di cuenta de qué era lo que había arrojado en la mesa.
-Joder –exclamé-, tenías razón, estamos en crisis.
Era la libreta verde.
-Y bien –añadí tras un rato de silencio-, ¿qué pasa esta vez?
-Nos hemos quedado sin tema –fue toda su respuesta.
Me reí, nervioso:
-Maga, sabes que eso es imposible. Quiero decir, hay como mil millones de cosas de las que hablar. La gente nunca se queda sin cosas de las que hablar. Otra cosa es que no sepan cómo contarlas…
Pero ella no me contestó nada. Seguí adelante, más envalentonado:
-Tenemos el pasado. Tenemos el presente. Tenemos la ficción, y tenemos una combinación de los tres. Creo que lo estás magnificando.
-H. –Maga se revolvió en la silla y comenzó a jugar con su servilleta-, somos incapaces de prolongar una conversación que mantenga un mínimo de sentido. Apenas están formadas por frases telegráficas. No existe un contenido profundo en lo que decimos; no hay metafísica, no hay algo sugerido tras la denotación. A esto súmale varios años de retraso en la Obra Magna, y veremos.
No le dije nada, pero noté cierto escalofrío en el cuello. De los que preceden a la aceptación de una verdad muy grande y muy fea, vaya. Aún así, hice mi último intento:
-Todavía tenemos a Fígaro –Maga rehuyó mis ojos-. Todavía tenemos a Fígaro, ¿no? -insistí.
Maga se ajustó las gafas sobre la nariz y miró fuera, por la ventana.
-No tenemos una puta mierda.
20110612
De H.
20110609
El pez dorado, genio y figura
A Lady Laula Pianocat, con todos mis muchos y variopintos afectos
El gran pez de oro y yo, frente a frente.
Contemplación casual, pero vívida. El pez
es un ejemplar hermoso, que toca el piano
mientras me observa atentamente
con sus brillos cóncavos rodeándolo como un manto,
una corona de rocío, una alfombra de algas pálidas
en la sala de música.
¡Qué pez tan singular! Es digno de admiración;
cada ser humano debería rendirle tributo.
Agita noblemente sus escamas sobre el terciopelo del escabel
cuando pulsa las teclas. Yo no puedo menos
que sorprenderme y exclamar: ¡qué pez! ¡Qué pez!
Pocos peces hay que toquen el piano; en cambio, este hermoso
ejemplar dorado es un gran intérprete.
Euterpe ha debido de ceñirle en sueños los divinos jirones
de la locura. Este pescado, señores, es un genio.
Lo serviré en una gran fuente de plata, con guarnición de patatas
y un chorro de limón, y otro de aceite:
perpetuaré al genio para siempre, en mi estómago.
PD: todo esto, realmente, viene a cuento de Claude Debussy y sus trabajos para piano.
20110606
Vacíos
Un poco como cuando te pide que te vayas
O te has puesto a escribir, y ya es tarde y todo está en silencio
O de repente estás sola y sin un duro a las cuatro de la mañana.
20110604
De otras ficciones humanas
La intimidad nos cogió completamente desprevenidos. Nadie más que ella estaba allí cuando llegué; unos llegaban tarde, otros no llegarían jamás. Acepté su presencia con una sonrisa muy amable, no fuera a ser que viera como se me erizaban los nervios en la nuca. Menudo panorama.
Echamos a andar sin una idea exacta sobre nuestro destino. Sugirió vagamente varias opciones, entre las que una destartalada tetería en la zona vieja de la ciudad me pareció la más agradable. Aunque no hacía frío, el día se sentía plomizo y perezoso, con un arrastrar de nubes sobre los tejados y el viento levantándose de cuando en cuando. La verdad, estaba más ocupado pensando en la climatología y el aspecto de la ciudad que en nuestro educado intercambio de banalidades y preguntas frecuentes. No parecía que fuera a llover, pero a veces el tiempo da esas sorpresas. Caminábamos por el borde de la playa, y yo observaba cómo el mar apagado apenas recibía luz para lanzar destellos. El atardecer pasaría sin pena ni gloria; cuando el sol no brilla con fuerza, los colores están tan mezclados que ninguno destaca. Lo cierto es que el panorama se perfilaba tan poco interesante como otras veces: algún claro súbito aquí o allá, el mar grisáceo y sin aliento, esa gaviota que siempre cruza el fondo de la postal.
La charla ligera, de la que no recuerdo absolutamente nada destacable, nos depositó a la entrada del local. Había estado otras veces, con Maga, pero no iba allí con frecuencia. Apenas había un par de personas, ambas sentadas en la barra. Atravesamos el piso de abajo y subimos las escaleras del altillo. Me gustaba mucho ese condenado altillo; los sofás eran requeteviejos, con el aspecto de haber sido rescatados del naufragio de algún contenedor. También había sillas blancas y desastradas, con desconchados en el barniz; una mesita de mimbre con revistas apiladas y huellas de café seco y pegajoso, otra mesa, más alta, debajo de la que dormitaba normalmente un enorme perro labrador, lámparas de pie, carteles de películas antiguas y una ventana que daba a un callejón en el que nunca ocurría nada interesante. Yo me senté en el sofá, y ella se sentó en una silla. Nos quedamos mudos de repente. Parecía un poco incómoda: se revolvió en el asiento, sacó el móvil y miró la hora, se rascó la nariz, se arregló el pelo, se colocó las pulseras, se alisó la falda de fruncido inalterable. A mí todo eso me divertía un poco, secretamente. Encontraba gracioso ser la causa de su incomodidad, y en el fondo deseaba incordiarla todavía más. Entonces llegó la camarera, y el ambiente tragó una bocanada de aire fresco.
-Café. Solo. Con un terrón de azúcar.
-Un té de canela, por favor –fantástica sonrisa de “soy-la-reina-de-las-relaciones-públicas”-. Con dos terrones.
Pero la máscara de divinidad enseguida perdió fuelle, y se encontró de nuevo un poco perdida. Joder, qué tía tan sosa, recuerdo haber pensado. Tan callada y tan banal cuando no lo está. Sí, mejor que no diga nada más. Eché la cabeza hacia atrás y contemplé el techo. Es una costumbre que permanece inalterable desde mi niñez. Encuentro los techos realmente interesantes: es un lugar poco frecuentado por la vista, y a veces esconde secretos fascinantes. Por desgracia, suele interpretarse como un gesto de indiferencia o pasotismo, y creo que así lo captó mi acompañante:
-Eh –mirada de pocos amigos en ristre-, ya sé que no tengo mucha conversación, pero no hace falta que te quedes ahí pasmando.
-Lo lamento –dije, y rápidamente me concentré en otros detalles de la estancia. Enseguida mi atención quedó completamente enjaulada en manos del relleno amarillo que se escapaba de un agujero del sofá; después, paseé un rato sobre el bordado del cobertor, salpicado de cestas de flores deslustradas y pequeños rotos.
Dejó escapar un bufido de incomodidad. Vale, confieso que me reí para mis adentros de sus escasos talentos sociales, pero realmente encontraba toda esa situación la mar de entretenida. Mientras decidía mi siguiente estrategia, sonó su móvil. Un tono de llamada espantoso, qué quieren que les diga.
-¿Diga…? ¡Jo, tía, al fin! Creía que ya te habías olvidado de mí. Mira que eres tardona, ¿eh? Estoy con H. en la tetería… no, ésa no, en la Madame Germain. ¡Venga, apura!
Damn it, pensé. ¿Eso es un triunfo? ¿Y cuál de sus amigas será? Siempre puedo procurar picar a las dos a la vez, si la otra es tan estúpida… Pero ahora me encuentro en inferioridad numérica. Necesito refuerzos.
Llegó al cabo de unos diez minutos, y vino sola. Les juro que me dio un brinco el corazón de pura alegría: era Therese, Therese VI la Fantástica, no una de las idiotas que suelen formar su cortejo. La vida a veces ofrece misterios inexplicables. ¿Por qué alguien como Therese se había hecho amiga de semejante tonta de capirote? Quién sabe. Pero en este caso me beneficiaba, así que me relamí de curiosidad. Los siguientes minutos podrían ser muy entretenidos.
Saludó a su amiga primero; abrazos y estrujones, y un intento por conducirla a la silla a su derecha. Pero Therese me vio, y se acercó a mí con una amplia sonrisa de interés. Le presenté mis respetos, y decidió sentarse conmigo en el sofá. Primer tanto para mí. Estúpida-número-uno se revolivó de nuevo en la silla.
El cotorreo invadió el altillo a la velocidad del rayo. Estúpida-número-uno pasó a narrar todos y cada uno de los eventos de la última semana, comenzando por una discusión con su novio y terminando con la tardanza de los que aún no han aparecido. Fue lo bastante educada como para evitar añadir un sonoro “¡Este imbécil me está amargando la tarde!”. Therese escuchó amablemente las quejas, introduciendo hábilmente movimientos de cabeza, interjecciones y otras expresiones fáticas. Tras semejante monólogo, Estúpida-número-uno decidió que era hora de ir al baño, y le pidió a Therese que vigilara sus cosas; a esto añadió una fugaz mirada de desagrado hacia mi persona. ¿Realmente esa foca ártica creía que iba a saltar sobre su bolso y saquearlo en cuanto me dejara solo? ¿Para robarle su BlackBerry rosa o su barra de labios de MaxFactor? En fin, al menos se fue y nos dejó solos. Therese me dedicó una de sus célebres sonrisas de medio lado y un suspiro ahogado de resignación. Me preguntó por mi vida, pero mostrando interés, no por simple cortesía. Enseguida nos enfrascamos en una de nuestras conversaciones interminables sobre cine. Ambos somos fans confesos de Marcello Mastroianni, y nos divertimos viendo películas de serie B de los años ’50. Mientras tanto, le habían traído su café, y aprovechamos para bromear sobre la eficiencia del servicio en ese miserable cuchitril. Therese miró a su alrededor complacida; era evidente que el sitio le gustaba. Antes de que Estúpida-número-uno volviera, le propuse tomar un café allí mismo otro día, “en algún momento en el que la conversación inteligente no se vea amenazada”, añadí. Se rió con picardía, y me advirtió con las cejas de que Estúpida-número-uno estaba subiendo por las escaleras del altillo. En vez de volver a su silla, se sentó entre Therese y yo en el sofá. Doble triunfo por parte de esa zorra: me había echado de su campo de visión y había logrado monopolizar la atención de Therese. Pero esto no puede quedar así, me digo, y comencé a hacer muecas, oculto tras la sólida cortina de sonido que formaba su cháchara. Therese apenas podía contener la risa; Estúpida-número-uno se estaba oliendo algo, y en un momento dado se giró bruscamente a mirarme; pero yo estaba absorto en mi actividad favorita, contemplar el techo. Trrring, su horrible móvil sonó por segunda vez en la tarde. Cogió el bolso con una cara de mosqueo increíble y salió del local para hablar. Probablemente para poder ponerme verde sin que yo estuviera delante.
Therese soltó una enorme carcajada, y yo otra. La velada estaba resultando divertida, aunque ojalá, pensaba yo, ojalá pudiéramos escaparnos de ella. Quizá cuando volviera a ir al baño podríamos irnos rápidamente. Pero claro, Therese era amiga suya, a fin de cuentas: sabía que podría irme cuando quisiera, pero no creía que Therese estuviera dispuesto a seguirme.
-Oye, H. –joder, ¿me leía la mente? Impresionante-, ¿qué te parece si nos escapamos?
-Me parece lo más sensato que nadie ha pronunciado en voz alta esta tarde –pero qué suerte tengo, qué suerte tengo-, ¿pero qué hacemos con Lady Cancerbero en la puerta? Estará encantada de perderme de vista, pero a ti no te dejará irte. O se vendrá con nosotros, solo para fastidiar.
Therese me miró con un plan astuto asomando bajo las cejas. Hizo un leve gesto hacia atrás: concretamente, hacia la ventanita que daba al callejón en el que nunca pasa nada interesante. Dios mío, tuve ganas de besarla. Era jodidamente inteligente por su parte. La ventana era lo suficientemente amplia y además, no estaba muy alta, ni siquiera estábamos en un primero. Miré hacia la puerta: ni rastro de la camarera, solo un viejo cabizbajo sobre su periódico en la barra. Estúpida-número-uno hablaba fuera por el móvil, sin imaginarse nuestras maquinaciones.
El pestillo estaba un poco duro, pero conseguimos abrirlo sin dificultad. Me ofrecí a saltar primero y recogerla cuando cayera, pero se me adelantó. Enseguida, el sonido de los pies chocando contra el pavimento, y un gesto de Therese. Todo va bien. Eché un último vistazo hacia atrás y salté. La trompeta de Miles Davis nos dijo adiós desde la ventana entreabierta: Bye bye, Blackbird. Corrimos por la calle antes de que Estúpida-número-uno nos encontrara. Al doblar la esquina me paré en seco, y Therese conmigo. Nos miramos en un segundo congelado, en una pantalla de restos de luces, en una corona de flores de mayo.
-Nos hemos olvidado de pagar los cafés…
La carcajada y nuestros pasos sobre el pavimento nos persiguieron cuesta abajo, hacia el corazón de la madrugada. Después de todo, parecía que esa noche no iba a llover.