Si existía algo más allá de las paredes del sueño, él no quería saberlo. La habitación no era amplia ni pequeña. Ni fría ni húmeda. Ni confortable ni incómoda. Era, y ya era bastante.
Cuando se tumbaba en la cama veía ante él una pequeña reproducción de La iglesia de Auvers-sur-Oise, de Van Gogh; el cuadro siempre le animaba a pintar. El problema estaba en que la sola idea de pintar le hacía estremecerse, con una especie de tristeza patológica asociada probablemente a un trauma. Los pinceles le hacían temblar las pestañas, le provocaban urticaria asociada a un subtipo de afasia de Broca. Y eso no lo dejaba siquiera abrir el cuaderno o sacar un lienzo de detrás del armario.
Ningún loquero le habría recibido jamás en su consulta. Tras la etapa de los Tres Colores ya no le calmaba la medicación, pero tampoco su ausencia. Detestaba a las instituciones psiquiátricas y todo lo que tenía que ver con ellas. Frecuentemente usaba tests de Rorschach para limpiarse la boca tras el almuerzo, y llevaba un reloj de pulsera con la cara de Freud estampada. Por lo demás, había decidido no seguir sus indicaciones ni sus ejercicios. Para qué molestarse. Los espasmos y los colores asociados a los cuadros que colgaban de las paredes no venían ya a cuento de nada.
Su casa era grande, cierto, pero aquello tampoco suponía una ventaja. Solo un montón de espacio que llenar de trastos inútiles. Había quince escalones; el segundo por arriba crujía, el segundo por abajo también. Una ristra de mariposas se balanceaban sobre el pasamanos cuando pasaba el viento del norte. Un corifeo de flores respondía desde la otra pared cuando Medea se contoneaba al salir el sol. Helios adormecido en jirones sobre los peldaños, arrojando fantasías de luz y sombras. Arriba, en las buhardillas, sus habitantes bebían en copas de azúcar escarchado mientras jugaban a las damas. Las gaviotas formaban un cenáculo en el que discutían las últimas novedades sobre el canon literario occidental. Los bichos creaban en los rincones, con tanto talento como Rodin en su pulgar izquierdo. Un gato tocaba el violonchelo de una manera trágica mientras una familia de ratones correteaba Debussy sobre las teclas de un piano polvoriento. Contra la pared se apilaba un sinnúmero de chatarra de todo tipo: paragüeros de hojalata, estanterías de cincuenta metros de altura, un mascarón de proa, acuarios de luces verdosas, bombillas rojas, sillas Luís XV devoradas por el moho, lámparas modernistas, rollos enteros de papel pintado, colecciones de minerales, de sellos, de monedas, un pequeño zorro disecado de dientes afilados, un tapiz roñoso con dos pavos reales en cariñosa actitud, pilas de álbumes fotográficos, un viejo proyector de 16 mm, una gramola, cajas y cajas y cajas llenas de libros y recuerdos y nostálgica humedad. Al fondo del pasillo vivía recluida Emily Dickinson; cuando llovía se la podía oír bailando y cantando, con un arrastrar de pies monótono sobre las baldosas miserables:
I’m Nobody! Who are you?
Are you –Nobody- too?
Then there’s a pair of us!
Don’t tell! They’d banish us –you know!
How dreary –to be- Somebody!
How public –like a Frog-
To tell your name –the livelong June-
To an admiring Bog!
Y mientras tanto, él seguía llorando cada vez que pensaba en pintar. Arañaba la puerta con aire lastimero, al son del corretear de mil patas invisibles que habitaban el piso. El martes todos afinaban sus instrumentos, y él sacaba el clarinete y desgranaba, poco a poco, un jazz muy triste que reptaba entre los cimientos de la casona y la hacía temblar de frío. Los pinceles, las espátulas, los lienzos, las barras rotas y machacadas de pastel, el carboncillo partido en mil pedazos diminutos, los difuminos de punta desviada, los tubos de acrílico y óleo anoréxicos, sin nada nuevo que cantar, que ofrecer a este mundo carnavalesco. La polifonía árida que se levantaba entonces en el cuarto retumbaba por las escaleras abajo, resucitando a Wagner con un sonido tétrico, galope de las Furias hacia la calle. Pero él sollozaba, se tiraba del pelo, se retorcía en el suelo en medio de espasmos, facciones de máscara deshechas en fragmentos de vidrio. Entonces la casa entera interpretaba una marcha fúnebre y solemne, llevando como estandarte de orgullo y honor herido el pathos griego, esperando una peripecia (o al menos una triste y exigua metabolé) que ciñera los hechos a la existencia, que trajera nuevos aires, que alejara los fantasmas a lomos del céfiro. Aunque nunca nada de eso ocurría.
Finalmente sólo quedaban él y la reproducción de La iglesia de Auvers-sur-Oise. No existía nada fuera de ese vínculo, que se retroalimentaba con afán renovado, ilusiones sórdidas de quien se sabe condenado y pese a todo disfruta del atardecer. La habitación -ni amplia ni pequeña, ni fría ni húmeda, ni confortable ni incómoda- acababa reducida a ese círculo inquebrantable. Ruptura interna, lenta y patológica, de quien no se encuentra a sí mismo. No sé qué nombre ha recibido por parte de la neuropsicología moderna, pero todo parece indicar que el sujeto padece terribles dolores asociados al síndrome de La Última Vela Encendida.
No llores, Fígaro. Helios se ha caído. El viento del norte apagó la llama en la oscuridad de la escalera.
1 comentario:
Me ha encantado. Mucho, mucho.
Ese ''ilusiones sórdidas de quien se sabe condenado y pese a todo disfruta del atardecer'' atraviesa los sentidos :)
Un beso fuerte Sara.
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