Vladimir iba cada noche al salón. Se situaba estratégicamente al amparo de un viejo armario, exactamente enfrente de la cueva de luz. El heraldo de las once campanadas marcaba la entrada de la diminuta figura, de andar torvo y tembloroso. Nada en el mundo le hacía parecer lo que Vladimir sabía que era: un ser humano. Siempre vestía la misma levita negra, pantalones grises pasados de moda y unos elegantes zapatos roídos de tiempo y miseria. Se sentaba en el taburete entre suspiros y bufidos, organizaba sus partituras y comenzaba a tocar. Vladimir contenía entonces la respiración, pese a que en el pecho se le soltaba una cuerda importante que le hacía dar tumbos y girar las orejas. Su enmohecido pecho repiqueteaba como una campana en vísperas; le sudaban las manos y se le dormían los recuerdos, como en éxtasis de primavera. Y había imágenes que lo asaltaban, lo cogían desde atrás y tiraban de él a las alturas, a un bosque encantado quizá, o a un viejo castillo, o en medio de salones donde se bailaba el menuet. Como en las historias que había escuchado de pequeño. Todas esas postales volvían entonces, lo abrazaban y susurraban cosas terribles de lo ciertas que eran. Temblaba de frío desangelado y de devoción a un tiempo. Mientras, las notas iban recorriendo en círculos el zócalo, atrayendo a Vladimir con su canto de sirena; pero él esperaba, esperaba a que apareciera.
Al doblar la esquina de un pasaje concreto, salía del piano. Un sonido amortiguado era la señal de que estaba allí, de pie, observando la estancia otra noche. Entonces empezaba. Vladimir no se atrevía a mover ni un músculo: toda su expectación se concentraba en la sombra parada junto al pianista, que seguía tocando sin inmutarse, víctima del genio y la mala vida. La silueta comenzaba una vez más la exploración, invasión y conquista de la sala de música, lanzándose arriba y abajo como un vendaval, azotando las imágenes que rodeaban a Vladimir en vuelo rasante. Se detenía sobre el reloj de pared, volvía a cruzar como una exhalación hasta alcanzar el piano y allí tomaba aire; bailaba siguiendo una escalera imprecisa de humo, ascendía a las alturas. Vladimir contemplaba la escena en silencio, y se preparaba. La sombra saltaba desde la lámpara como una campeona olímpica, giraba en el aire y quedaba suspendida a solo un par de centímetros de su cara. En ese momento Vladimir intentaba asirla –cada día, sin excepción-, comprobar qué tacto tenía su piel, qué olor su cabello. Pero por desgracia la música no es tangible, y Vladimir la sentía escapar de su abrazo como vapor, como niebla.
El pianista terminaba su concierto diario; sin la luz de su música sobre la frente trocaba de nuevo en aberración deforme, apenas un soplo humano. La llama de la vela sobre el piano difuminaba las sombras de la estancia; los pasos del hombre se perdían en la oscuridad. Después sonaba el reloj. Volvía a sonar. Sonaba de nuevo; así llegaba el amanecer. Entonces, Vladimir abandonaba la sala de música hasta la próxima noche; se iba, o se deshacía, o se fundía con ella en forma de tapiz o silla o plato sopero -¡quién sabe!
Y cuando daban las once, Euterpe divina acogía de nuevo su monstruosidad y la transformaba en belleza de cristal, humo, nada.
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