No sé qué está pasando ahí fuera. El dolor aparece a ratos, sin seguir un patrón. Tanto va como viene, dejándome exhausta sobre los cojines, mareada, con sabor a sangre entre los dientes. Me han prohibido fumar. La necesidad de nicotina (y no seré yo quien la necesite). Al principio prefería moverme, pero he descubierto que estoy mucho mejor escribiendo desde la cama. Sin noticias del exterior, ni ganas de conocerlas. Una visita rutinaria por la tarde, la cena. Eso es todo. La herida sangra si fuerzo los puntos, noto el tirón, cómo la carne se resiste. Sin nada más que hacer llega a ser hasta divertido, como un juego: fijar el punto donde la osadía duele. Ni siquiera me apetece leer. Mis libros nuevos guardan reposo, como yo, a la espera de un día más afortunado para ser desvirgados. Bajo la ventana pasa un tren, haciendo un ruido de mil demonios. Pienso en todo lo que he de estudiar aún, en el trabajo que espera aparcado dentro de mi portafolio. El proyecto del mural para el verano. Fingir ser Miguel Ángel. Ser Miguel Ángel. Y tantas otras cosas para mantener la mente ocupada.
Mi pensamiento me desconcierta. Ahora suena Belle and Sebastian. Ahora ya no. Otra vez. No sé. Debo empezar a pintar antes de que la casa se me caiga encima. Cepillos de dientes. Soy un cuco. De verdad. Magritte siempre cantaba en fa sostenido, mendrugo. Migas en el babero. ¿Cuál? Pues uno. Como si importara eso. Hasta un idiota se habría dado cuenta de que a estas alturas solo podemos retorcernos de dolor mientras pensamos, imaginamos. Sueños húmedos en coches de época, y ya es bastante alegría. Mostrar completa fluidez se considera descortés en Guinea-Conakry, ¿por qué si no iba yo a ponerme ese ridículo sombrero? Las manzanas se caen de los árboles al primer aplauso. La carne es débil. Pero no hay nada ni nadie que sea fuerte por ella, ni siquiera el alma de la carne. ¿Qué diría el alma del alma si me oyera? Probablemente me lanzaría gorgoritos con un cañón de la infantería napoleónica. Toda Francia atada a mis pulgares. La Bastilla en el izquierdo, Victor Hugo en el derecho. En mi corazón el viejo Jules, no el de Truffaut, sino aquel otro que se escondió del mundo en un anaquel de biblioteca. Estaba allí colgado, pero a él le pesaba más T. Gautier que V. Hugo. Falacias y arrumacos de mil guerras civiles contra mis propios cigarrillos. Ahora quieren quedarse mi páncreas -¡como si no llegara con la tráquea!-, pero no cuela. Cuando mienten empiezan a girar sin querer, muy rápido, y después fuera llueve polen de colores. Es fácil saber cuándo mienten, excepto en la estación de las risas. Tampoco entonces podría yo diferenciar un astrúpalo de esa otra cosa que no existe, ya sabes… La moralidad. Eso es. La quimera que saltaba patas arriba toda la semana menos el domingo, cuando jugaba al cricket contra los esclavos de los jardines colgantes. Un poco indecente, lo justo para escandalizar a las tocayas de las toquillas, esas otras que bailan en las cornisas del centro social cuando granizan manzanas. Y, para cerrar el óvalo obtuso, Magritte pintaba manzanas como nadie. Sus gusanos eran el monstruo del lago Ness. El mismo que asoma desde el agujero que me ha dejado desde que se ha ido. Cruel, déspota, ruin amante. Te llevaste pedazos de mi adheridos a tus caderas malditas, vulgar.
¿Cuánto tiempo tendré que soportar este dolor salvaje, oh, retorcida muela del juicio?