20120209
Nicotina
20111107
Entre agua y barro
Lo siguiente son náuseas y mi cuerpo gritando que quiere nicotina. La cabeza me da vueltas y me apoyo en la barra, mecida por el agua que nos está inundando. Joder, repito para mí, joder, otro trago. Me lo bebo muy rápido y la boca me escuece. Vuelvo a la pista de baile, que es mi hueco original durante ese rato, y pongo los ojos en blanco. Me coge la mano, me rodea, me pregunta si soy real. Yo aparto la vista y niego con la cabeza. No, no, no. Y tú tampoco eres real, ¿no es cierto? No me responde, pero me coge la otra mano. Giramos en el espacio. Yo repito que no, que no es real, y que si fuera real no estaríamos en medio de un pantano. Tengo los pies pegados al fango, creo que no puedo escapar. Las manos se sueltan y ahora me rodean la cintura. Pero yo me niego a mirar, porque ya sé qué voy a hacer si miro. Retengo un vago recuerdo, agradable, de una noche hace mucho tiempo. O no, quizá no hace tanto, las fechas me bailan en el estómago. Quiero sentarme, pienso, y busco a mi alrededor, en este cenagal, alguna rama o piedra o resto de civilización, pero encuentro aire. Solo aire. Las manos que me rodean son cálidas, y creo que deberían de ser familiares. Me decido a abrir los ojos -¿es que alguna vez pudieron ver?- y me encuentro otros ante mí, mirándome. Parpadeo una, dos, tres veces. ¿Quién eres?, le pregunto tan solo moviendo los labios. ¿Quién eres y por qué estás en este pantano cogiéndome de la cintura? No responde y me besa en la frente. Ahora estoy pálida, noto la sangre cayendo como un torrente de la cabeza a los pies. La oigo bajar y estrellarse contra el barro. Me zumban los oídos y la cabeza me da vueltas. Pero se da cuenta y me coge en brazos; creo que no peso nada. Debo de ser de humo, o de niebla, o de palabras. Me lleva a través de ningún camino -todos los senderos están cerrados por el agua- y me deja sobre un árbol enorme, justo en el centro del pantano. Hay otras plantas, y oscuridad grisácea, y todo huele a umbría aquí. Nos sentamos en una rama; balanceo los pies sobre el vacío azulado. Me coge una mano entre las suyas y miramos hacia abajo: estamos manchados de tierra, llevamos restos de hojas en la ropa y en el pelo. Me doy cuenta de que no ha sonreído ni una sola vez. Bien. Cierro de nuevo los ojos y cuento hasta siete. Al abrirlos, encuentro el cielo sobre mi cabeza. Hay un pájaro pequeño y negro que cruza a toda velocidad, rasgando la bóveda del sueño con sus alas de cuchilla. Bajo los ojos despacio, con el zumbido aún resonando; bajo los ojos despacio, hasta los suyos. Quiero evitarlo, porque sospecho que es ahora cuando toca que sonría; es ahora cuando llegan las palabras en voz alta que yo no quiero. Así que cuando nuestras trayectorias oculares se cruzan, solo durante una fracción de segundo, grito. Grito para que sepa que estoy escogiendo el silencio. Grito con toda la fuerza de mis pulmones. El aire sale disparado por doquier, estrellándose contra el decorado que me rodea, barriendo el agua, el barro y la mueca. La mueca, sí. La sonrisa que apenas había comenzado a nacer en esos otros ojos; y ya la he matado.
Después del grito, el vacío se adueña del paisaje. Viene caminando con el paso del tiempo, ese que no rompen ni las botellas ni las luces del amanecer. Y ahora no queda nada alrededor: no hay árboles, ni pájaros, ni nadie más que yo. Respiro hondo -parece que por primera vez en años- y decido que ya es hora de despertar.
20110929
De la levedad
Pip y yo estábamos sentados, mirando por la ventana en el muro. Quise decirle “Pip, creo que hoy me he muerto un poco por dentro”, pero en lugar de eso saqué dos cigarrillos y fumamos. Hablamos del peso. Le dije “Por eso empecé a escribir, tío”. Él me contestó “Siempre lo he preferido”. La levedad asusta. La levedad es un vértigo nauseabundo y traicionero disfrazado de broma. Cuando te zambulles en ella es amarga, sorda; se adhiere a la piel, te atraviesa, y si no estás preparado, te deja lívido y temblando de fiebre. Es una peste del mundo moderno, la levedad. La gente quiere huir de ella, sí, pero solo alcanzan la inacción; como flotando, estáticos y flotando, eso es. A Pip le gusta el peso, y yo siempre he querido dejar un rastro que me una con lo que está por llegar. De pequeña quería ser Baudelaire y que mi cara figurara en todos los libros de historia. Después apareció Pip y apareció Ernie y también Pianocat y fundamos la D-Generación para escaparnos y permanecer. Lo que necesitábamos era más peso, peso, peso. Por eso, cuando Ernie me miró y lo dijo en voz alta, me hizo llorar. Porque vi la levedad reptando sobre sus palabras, en las líneas de fuga del patio y en el cielo cubierto sobre nosotros. La levedad, que cada vez pesaba más sobre mis pulmones, tanto que los hizo estallar; llené todo de vísceras ligeras como nubes. Ernie fue capaz de transformar la levedad para mí en forma de plomo y piedras que me golpearon. Así fue como me morí un poco.
Pip y yo encontramos un hormiguero cerca del banco. La hilera iba y venía, hasta un par de metros por detrás de nosotros. Las observamos durante un rato; volvimos a sentarnos ante la ventana en el muro y hablamos de nuestras obras. Pip se quejó de que lo que escribíamos eran siempre cosas muy cortas, y yo pensé “tiene razón” y le hablé de mi libro y mis ideas y todo eso. De la estructura, por ejemplo. Le gustó. El viejo Pip, siempre dispuesto a escucharme. Nos levantamos y caminamos hasta el mirador, para ver los barcos. Había un viejo velero de madera que apenas distinguimos entre las demás naves. Luego reanudamos el paseo; le pedí que cuidara de Ernie. En cierto modo, me sentía responsable de él; no debí haber hecho lo que hice. Hay cosas que no se pueden decir, nunca, y está bien así. Pero cometí el error de darle aliento a algo que, en realidad, no valía ni ha valido nunca gran cosa. Ahora quizá Ernie esté preocupado por mí, porque me vio llorar en su patio de luces mientras me fumaba dos cigarrillos seguidos. Supongo que creíamos entendernos más de lo que nos entendíamos, y así avanzamos por un camino que solo consistía en puertas y más puertas que se cerraban. Le dije a Ernie que siempre me preguntaría qué podría haber pasado si… pero quizá no sea cierto. Quizá me guste haberme muerto un poco por dentro y quizá me guste lo que soy ahora. Pero creo que no lo habría entendido. Con Ernie siempre tenía que usar palabras específicas: Ernie-términos, Ernie-verbos, Ernie-sentimentalismos. Algunas personas funcionan mejor así, como un coche que admite un tipo de combustible y no otro. Si yo le hubiera hablado con la franqueza que tengo conmigo misma, con otras expresiones y otra luz y otra saturación, Ernie no sería Ernie y yo no sería yo. Si cuando, en la soledad de la cocina, me pregunté sobre la levedad y la pérdida hubiera tenido miedo –es decir, si mi miedo fuera realmente el miedo a la pérdida- habría corrido a su cama y me hubiera refugiado allí durante veinticuatro horas. Pero no lo hice, porque no había nada que echar de menos. Porque fue la levedad la que me hizo llorar.
Pip me acompañó hasta el portal y esperó mientras llamaba. El viejo Pip, que iba a ir a buscarme a la salida de clase; Pip, que se preocupa por mí. Pensé en eso durante cuatro pisos de escaleras de madera desvencijadas y un pasillo estrecho. Al llegar tiré mis cosas a los pies de la cama, como siempre hago, robé un cigarrillo de la estantería y me coloqué al lado de la ventana. Es lo único que me gusta de ese sitio, el ventanal con su pintura blanca rota y su barandilla. Pasé la mano sobre las cicatrices de la madera, despacio; lo hacía siempre, por si cada vez era la última. Por si no volvía a asomarme desde allí a ver los edificios y la gente pasando. Cómo me gusta esa ventana. Tiré la colilla mientras me lo repetía: “cómo me gusta esta ventana”. Después me senté al borde de la cama y me saqué las botas. Si volvía una y otra vez allí, a esa habitación con esa ventana, era porque me hacía sentir intocable. Allí dentro no entraba nada, nada salía. Alto el fuego; yo no era tan de esa manera y sí más de aquella otra. Me gustaba ir porque no me exigían palabras ni sentimientos, solo yo al borde de la cama. Ni un solo “¿En qué piensas?”. Ernie solía hacerlo, ¡y yo lo detestaba! Nunca pareció comprender que huía de explicar lo que no necesita explicación. Por eso, tomé la costumbre de ir y venir y de acabar recalando siempre en esa casa, a quitarme las botas y robar cigarrillos para fumármelos después en la ventana que me gustaba tanto.
La tarde se me fue deshilachando entre las manos, minuto a minuto, hasta que me olvidé por completo de que había llorado. Envuelta entre mantas, sentada, con la cabeza alta y la mirada como un colibrí. Hice un cálculo rápido. Ernie se había quedado atrás, convertido en un punto lejano y cubierto de polvo. Yo existía aún, era más que suficiente. Mis órganos funcionaban, mi cuerpo conservaba todos sus miembros; notaba el calor, el frío, el tacto de la madera y de la lana. Parece estúpido, pero la verdad es que así me curé: bebiendo y chillando y sintiéndolo todo más de lo que debía. Pero se había terminado. El fin de alguna cosa. El fin del peso. Y el comienzo de lo leve.
Me levanté y me fumé otro cigarrillo. Mi primer impulso como criatura de la levedad fue inclinarme hacia él y darle un beso en la mejilla.
20110905
De cocinas y piedras catatónicas
Hubo un momento en el que pareció que el suelo cobraba relieve. Las baldosas se combaban hacia arriba, como un puñado de gatos pardos con el lomo arqueado. Alcé una ceja, después la otra. Mi cara todavía estaba allí, qué bien. Entonces me preguntó si quería un poco de té. Le dije que no; no me gusta el té.
Cada uno estaba sentado en un extremo de la mesa. Me había propuesto no moverme, por fervor estático o quién sabe qué chorrada. Miraba el suelo, que era lo que tenía delante; mi cuerpo parecía encontrarse a gusto, y no me molesté en variar su estado. Al lado de mi mano derecha, sobre la mesa, estaba mi viejo cepillo de dientes. ¿Qué estaba haciendo allí? Nota mental: guardar cepillos de dientes como vínculo fantasmagórico con gente de mi pasado. Oí la silla moverse y pasos hasta la pila; la taza estaba en el fregadero ahora.
-¿Puedo ofrecerte algo?
Gruñido vago.
-¿Quieres cepillarte los dientes?
Responder habría supuesto el desplazamiento de varios músculos. Después salió al corredor; oí sus pasos, oí agua corriendo. Volvió tras unos minutos:
-He dejado dentífrico en el baño. Para mañana.
Fascinante suelo, amor a la catatonia. Se acercó a mí y me acarició la cabeza. Amor a la catatonia, fascinante suelo.
-¿Sabes moverte por la casa, no?
Pregunta estúpida, después de casi dos años.
-Buenas noches.
Permanecí sentada bajo el neón epiléptico. Cansada, negándome el descanso, borracha aún, con la garganta seca. Recuerdo que, cosa curiosa, me esforzaba en no querer irme a la cama. Como si –menuda idiotez- el insomnio fuera una penitencia autoimpuesta. Ya eran las cinco y media, hacía rato que todos dormían. El silencio dormía, también. El paso marcial del reloj era lo único que atravesaba el sopor nocturno. Capas y capas de pesadez, como una cebolla lúgubre. Y yo intentando ponerme nostálgica. Supongo que estaba tratando de explicar cosas, amotinar otras contra el recuerdo, pero no me salía. Me di cuenta de que no había nada que echar en falta; cerré la puerta, tiré la llave a la hoguera. Mejor así. Empecé a ser consciente de que no había ningún espectro adherido a la memoria, ningún jirón entre los dedos, ninguna silueta dormida a la que acercarse en busca de calor. Simplemente, esa parte de mí se había borrado. O había ardido. Quizá fui yo quien le prendió fuego. Estaba sentada en esa silla desde donde todo era tan familiar sin ser capaz de sentir algo más que una piedra. Respiré hondo y me alegré de que eso, por lo menos ese pedazo podrido, se hubiera perdido en el caudal del tiempo. Me sentí más liviana y sonreí.
Finalmente me levanté para llenar mi taza de agua. La cocina parecía un poco un campo en la Luna, irreal y lechoso; sería por la luz, digo yo. La mesa abierta, manchada, mi cepillo de dientes y todo lo demás. Cogí el tabaco y salí a la terraza. En el patio no había apenas ruido; se respiraba quietud de mármol negro, como lluvia plomiza que atraviesa la carne. El cielo cubierto flotando en el hueco entre dos edificios, sus nubes rojizas de noche envenenada. Saqué medio cuerpo fuera, conté sombras, fumé despacio. Mis dedos se deslizaron por los rieles de aluminio. Estaba frío. Llenaba mi tacto de agujeros helados, me mantenía despierta.
No quise pensar en nada que no fuera permanecer en vigilia. Abrí más los ojos y expulsé el humo por la nariz, lentamente. Otra página emborronada en duermevela. Después de noches como aquellas, me hacía diminuta y desaparecía varias horas. Hasta que olvidaba lo que me pareciese oportuno para suplirlo por recuerdos más brillantes, de canto biselado; algo que no fuera a dejar otras marcas que las que yo eligiera. Mi capacidad de inventiva facilitaba en gran parte el proceso. Así, sabía que aquella noche terminaría adquiriendo significado cuasi-mitológico, un par de puntos legendarios que evocar con nostalgia. Mentiras, pero bueno. Cuando ya te has inventado tantas, todo límite se diluye. El mismo alcohol que desdibuja la belleza de lo grotesco es el que arrastra las esquirlas que se pierden. Es decir, las que quieres que se pierdan.
Entonces llegó el turno del enfado. Recordaba vagamente el boicot al que había sido sometida horas antes. No sé con quién me cabreé más, si con ellos o conmigo. Si con Jill y su mirada de advertencia, o con mi vagar desorientado, automático, tras el espejismo de un afecto que caduca en media hora. En fin, al final terminé gritándole a Jill, como tenía por costumbre, y ella se había enfadado. Ahora estaba durmiendo. Sabía que me disculparía con ella a la mañana siguiente y nadie se acordaría más del asunto. También sabía que Jill no lo aprobaba. Mi comportamiento, digo. Pero estaba preocupada por mí, y eso constituía su escudo; no puedes enfadarte con alguien que demuestra tanta preocupación. Se considera moralmente inaceptable.
Cuando terminé el maldito cigarrillo, consideré muy seriamente suspender mi penitencia. Al día siguiente me tocaba madrugar, y ya eran las seis de la mañana. Me quedaban tres horas de sueño potenciales, de las que aprovecharía dos, o probablemente una y media. Cuando no estoy en casa jamás duermo bien. Como aquel otro día en el que los ruidos de la calle me mantuvieron despierta hasta bien entrado el amanecer. Seguramente esta noche sería mejor que aquella. Tenía la certeza de que nadie iba a ir a abrazarme, y de que no me iba a despertar sintiendo asco por ello. No por la situación, ni por la piel desnuda y tibia pegada a la mía, sino por ese gesto nocturno que era peor que una patada en plena cara. Constituía la mejor prueba de que era preferible morirse solo, bien lejos del cinismo afectuoso y de aquellos que lo profesan.
Cerré la ventana y apagué la luz. La oscuridad del pasillo era prácticamente tangible, pero conocía bien la posición de cada puerta y recoveco de la casa. Entré de puntillas en la habitación, me desnudé y me acosté al lado de Jill justo cuando empezaba a amanecer sobre el lomo dentado de esta ciudad de agua.
20110829
Mañanas
Hoy por la mañana me desperté temprano. Mientras me duchaba, pensé en aquello un momento. Recuerdo que el agua estaba demasiado caliente, pero no me importó. Tenía los hombros quemados bajo el chorro. Me gustan mis hombros. Miré atentamente la piel cada vez más roja con la cabeza vacía. Como si no hubiera otra cosa en el mundo digna de mi atención; nada más que mi hombro derecho y el agua rebotando con fuerza sobre él.
Me envolví en el albornoz y bajé a prepararme un café. Creo que dejé un rastro de gotas tras mis pasos; fui hasta la cocina descalza, como de costumbre, y cogí el café y mi taza de los Beatles y una cucharilla. Esperé de pie al lado del microondas a que se calentara, y le eché dos cucharadas rasas de azúcar. Cogí zumo, galletas y mermelada de fresa, y me senté a desayunar pensando en alguna cosa. Repasé mentalmente la lista de libros pendientes, intentando recordar las recomendaciones de un amigo, y comí en silencio, conmigo misma.
Cuando terminé volví a mi habitación y me metí en la cama, con albornoz y el pelo mojado y todo. Cogí la pitillera y un mechero y encendí un cigarrillo. La ventana estaba abierta, y sonaba algo de Dave Brubeck, creo. Miré el humo y ya no pude ver nada más, solo figuras retorcidas que subían hacia el techo y se deshacían a medio camino. Me recosté más aún y clavé la vista en una esquina de la ventana. Supongo que era inevitable, pero volví a pensar en aquello. Aquello que me preocupaba. Tenía el pelo pegado a la cara y las gotas resbalaban por ella, caían sobre la sábana azul y la mojaban; parecía una gotera de ángeles que lloran. No como yo, que no sé llorar. Se me olvidó. Por muy triste que esté, no hay manera. La única vez estos últimos meses en la que lo conseguí fue aquel día que supe que se estaba muriendo. Lloré la tarde entera, sin tregua, y al final tenía los ojos hinchados y rojos, y algo se había roto; pero durante la noche volvió a coserse, y al día siguiente todo seguía igual. Pero bueno, no lloraba ya, ni siquiera por aquello que me preocupaba un poco. Quise concentrarme muy bien en eso, y analizarlo y diseccionarlo hasta el mismo corazón –como siempre hago. Pero me desconcentró el cambio de ritmo de la música. Luego terminé el cigarrillo. Lo aplasté contra el fondo de mi cenicero improvisado y salí de la cama. Me quité el albornoz empapado y permanecí un rato de pie ante el espejo, en contemplación abstracta de mi propia desnudez. Era otra persona la que me miraba desde el cristal; aquel cuerpo no era mío. Me miraba una completa desconocida que poco a poco se superpuso conmigo, hasta completar una misma figura, una réplica que había adelgazado en los últimos meses, que en el brazo derecho tenía un moratón de noches pasadas. Ahora sí era yo, y como no me gustaba volver a mí, me di la espalda y empecé a vestirme.
Pensé por último en metáforas de cenizas enterradas, en cosas muertas y golpes contra uno mismo. Sentí lástima por lo que me preocupaba y por el hecho de que hubiera elegido la muerte. Al final, dejé que aquello saliera flotando por la ventana abierta en busca de otro cielo más claro y liso que éste de la costa. Me senté en el borde de la cama y observé mis manos, despojadas de todo talento. De repente recordé un sueño que había tenido aquella misma noche, y tuve que sonreír. Quizá ustedes no entiendan cuándo se tiene que sonreír, porque no es igual para todos. Pero mi cara se estiró horizontalmente en una mueca identificada con la alegría y los sentimientos positivos. Eso es; en una mueca. Que en el fondo era de lástima también por mí, y por tener que sonreír, y porque al fin y al cabo yo también escogí la muerte y la podredumbre una madrugada en la que ya amanecía en el fin del mundo.
20110619
De habitaciones y noches en vela
20110212
Asleep
20110102
Subterráneo
No recuerdo cómo ni cuándo ni por qué. Ojalá recordara por qué. Quizá me daría pistas para seguir, ya sabes, seguir el hilo –o el ovillo, madeja, pellejo, cariño- a través de semejante calendario. Había luces, eso puedo asegurártelo. Farolas y carteles luminosos, los bares, los bares. Neones fundidos que parpadeaban, epilépticos, y un montón de mierda en el suelo. Alguien golpea la puerta mientras me pinto los labios. Primero arriba, después abajo. Bien. Perfecto para ser las 5 de la mañana y haber bebido más de lo que mi cartera podría soportar.
Salgo tambaleándome del baño y apuro mi última copa. Ron-cola, qué tropical se ha vuelto todo de repente. Mi estómago lloriquea y se retuerce, pero no le hago ni caso. Voy abriéndome camino hacia fuera, drunken freestyle; algunos tíos se giran cabreados, pero cuando ven que soy una mujer (aunque el traje intente disimularlo) me dejan seguir dándole manotazos al aire.
Pum!, fuera. El alcohol mantiene mi cuerpo caliente mientras hurgo en los bolsillos en busca del tabaco. Esto está demasiado llena para mi gusto, vámonos!, le digo, y ella asiente y me sigue. Culebreamos entre la multitud hasta desembocar en otra calle, más vacía, y nos dirigimos a uno de tantos locales. Ella quiere bailar, yo voy a beber hasta el último céntimo. El portero se clava en medio de nuestro trayecto. Perro. Tiene una cara y un aliento y una manera de mirarnos de perro. Uno particularmente sucio y abyecto. Farfulla algo en su idioma cánido, y menos mal que cuando bebo entiendo todos los idiomas de la creación; aunque en este caso, que un tío-perro te intercepte a la puerta de un bar solo puede ser malo. Dice algo de un brazalete y una fiesta privada, y hace gestos de que nos vayamos. Ahora parece una jodida mamá pato defendiendo sus huevos. Pues vale, mamón, o algo así le digo, y me marcho bailando, entre ríos de gente que pasa. No sé si me ha entendido, y prefiero no volver a preguntárselo. Has tenido bastante suerte en lo que va de noche, no la jodas ahora. Y blablablá.
Para, para, para. Que vienen coches. Ella está cansada, dice algo de que se va. La escolto como buen caballero andante, y hablamos de Kerouac de camino a casa. Los haikus, le digo, son fundamentales en su obra, mucho más de lo que la gente cree. Y recito aquello de cortinas de poesía en llamas, la cabeza me da vueltas de puro deleite, Jack, ah Jackie y sus jodidas genialidades inimitables. Pero en fin, que ya no estamos en los ’40, esto no es Nueva York y nadie va a venir a costearme la melopea. Habrá que buscarse la vida, me digo a mí misma, y el mismísimo Baco me lleva de la mano por la línea de la acera, entre burbujas de neón y charcos de sangre. Pisoteamos juntos un montón de escombros y juro por Dios que aquello sí era la vida, la vida como yo me la bebo, sin pensar, sin paladear, recién salida de las manos de algún mago. Como, te acuerdas de, sí, ése, el bar del Folies Bergère, con su ángel rubio y resignado, ausente, y las botellas y la gente y las luces del café. Es mi cuadro favorito, le explico a Baco, y él dice que sí, me besa en la frente y se va aullando, cuesta abajo, hasta desaparecer doblando una esquina.
Encuentro de nuevo a mis compañeros, no estaban tan lejos como yo creía. Bailo con ellos poseída por todos los demonios del ron, que han resucitado y tiran de mí hacia la gente. Caigo en brazos de un desconocido, que me saca a bailar unos minutos (horas, segundos, años, qué se yo). Tiene la cara más patética que he visto esta noche, y puedo asegurar que no han sido pocas. Me da una vuelta hacia un lado, luego hacia el otro, mientras me observa con ¿ojitos tiernos? Puaj. Me libero de sus manos y salto hacia un amigo acodado en la barra. Me aprieto contra él y bailamos; por encima de su hombro, el patético desconocido me mira muy serio, herido en su orgullo, y yo me río mientras giramos como locos bajo la lámpara. Dios, estoy agotada, comento en voz alta, y alguien sugiere salir a tomar el aire.
Creo que estoy tumbada sobre el capó de un coche. Le hablo a la farola sobre mi cabeza de lo que significa el odio. Todo el mundo parece haberse vuelto loco a mi alrededor, pero mientras hablamos de esto y aquello y esa bonita flor que llevas prendida en la solapa. Algún día, le explico a la farola, seré capaz de escribir sobre por qué la gente se odia tanto, tanto que algo se funde en sus entrañas hasta llenarse de odio, y sobre cómo ese odio sale disparado en todas direcciones alcanzando a pobres personas inocentes. Si es que las hay, claro. Mientras hablo, la farola se va transformando en algo, alguien, Tony Montana!, grito, o el jodido Al Pacino en Scarface, que viene a ser lo mismo. Se sienta a mi lado en el capó del coche y me ofrece un cigarrillo. Él también me habla sobre el odio, y sobre cómo algunas personas necesitan odiar para ser más fuertes. No puedo evitar reírme en su cara; se pone muy serio de repente y me señala con un dedo, me advierte de que estoy a punto de cagarla. Chst, chst, chst, me río como una vieja loca, señor Al Pacino, está usted muy equivocado, y aparto ese dedo acusador de mi nariz. Me mira con indiferencia, se encoge de hombros y desaparece tal y como llegó. En una nube de alcohol.
Joder, ahora sí que voy a morir. Un par de ojos condescendientes me clavan a la pared del edificio. Ya tardaban en aparecer, esos ojos opacos, burlones; el odio burbujea y se recalienta. Está a punto de empezar la función. Retrocedo hacia el callejón, New York, New York, y mi cerebro da volteretas sobre el filo de la navaja. A ese par de ojos le salen unas manos que me sujetan, a las manos les salen brazos, y así sucesivamente hasta tener el cuerpo completo. Menudo demonio, me río para mí, y cómo se reiría él de lo que estoy pensando. Se sentiría muy halagado.
Pero me ha vuelto a clavar con sus ojos. Al suelo, a otro coche, a él. Lo importante es que no me mueva. Los demonios del ron se callan, yo me callo, los ojos hablan en su particular idioma óptico (y menos mal que sigo estando borracha para entender lo que dicen). El odio ronronea dentro de mí pidiendo más, sangre, alcohol, venganza, adrenalina. Le doy patadas, aunque sé que para hacer que todo termine tendría que dárselas en los ojos, que me obligan a mirarlos, a hacer y decir cosas que no quiero, a no decir otras que estoy deseando hacer. Pregunta y se calla, nadie habla en la calle. Hay gritos, voces, música. Pero yo no oigo nada más que la sangre que me late en las sienes, de rabia. Yo quiero esos ojos, quiero comérmelos para que nunca más me vuelvan a clavar por las esquinas, para que vean de cerca todo el odio que han generado, tan de cerca, y envolverlos y enterrarlos y olvidarlos. Entiendes?, pregunto, pero a pesar del alcohol-traductor los ojos y yo nunca hemos hablado el mismo idioma. Hago algunas apreciaciones en voz alta, otras en voz baja, otras solo las pienso aunque sé que puede oírlas igual. Odio tanto a esos ojos que los aplastaría y los cubriría de besos cada noche; los haría arder conmigo el jodido infierno.
Me muevo, pura inercia, cruzando la calle. Y creería que los ojos me abrazan, si los ojos tuvieran brazos y manos de verdad. Basta por hoy, por ahora y por siempre. Por eso, abro mis propios ojos sobre el capó del coche. Uno de mis compañeros propone irnos a otro garito. Y yo digo que sí, que vamos a bailar. Les cuento que acabo de hablar con Al Pacino, y se ríen. Si esto les ha parecido una locura, mejor no mencionar ese par de ojos que se han quedado atrás, leyéndome desde el callejón como solo yo podría leerlos.
Porque llevo a la Maga, a Hank y a Mardou Fox conmigo.