20101226

El apéndice tonto de la literatura

Entonces, ella se dio cuenta de un detalle fundamental: el autor del homicidio no podía ser Patrick S., de ningún modo. De todos era conocida la fobia del señor S. a los gatos, y teniendo la víctima…”

“Rosemary gritaba desde la verja del jardín, mientras Rupert corría a sus brazos sin…”

“Incautados dos mil kilos de cocaína en las costas de…”

Puta mierda. Visitar librerías del siglo XXI se había convertido en un deporte de riesgo. ¿Qué otro reducto queda libre para los paseos? Ella, que no era otra cosa que una extensión de la Maga, vaciló. Los lomos coloreados de los libros ejercían una poderosa atracción sobre su vista cansada, pero no el resto. Desistió al comprobar los títulos, tan artísticos como una patata podrida. Y se ató bien fuerte la bufanda y se puso los guantes de una manera casi ritual, mientras la encargada no le quitaba el ojo de encima. No era la primera vez que los dependientes de una tienda la rondaban, atentos a cualquier movimiento sospechoso de hurto. Pero ella no robaba. ¿Cómo iba a robar una extensión de la Maga? Salió dignamente (o eso creyó), con la nariz apuntando al techo y una mano en la cadera. Que se notara que era una persona distinguida.

Ya era noche fuera del calor de la tienda. Además el cielo salpicaba a ratos, y ella, como buena parte de la ficción literaria que era, gustaba de pasear bajo la lluvia sin paraguas. Supongo que creyéndose dueña de cierto halo romántico, que en verdad solo canjeaba catarros y fiebres. Pero a eso iba. A pasear. Caminaba despacio, a grandes zancadas, de una manera pretendidamente cómica. Luego se daba cuenta de lo que hacía –el idiota- y apretaba el paso hasta desaparecer por una calleja lateral. Que no la viera nadie, que qué vergüenza de repente, la agarraba del cuello y le hacía unas cosquillas diabólicas. Pero vale. Continuemos. La verdad es que detestaba que los personajes de sus novelas caminaran tanto. “Pasear, oficio de tontos. Solo da lugar a fatigas de cuerpo y de alma. Con tanto tiempo a solas, normal que después tengan el barullo que demuestran en sus lindas cabecitas”.

Pero a ella le gustaba fingir que era la Maga de verdad, desde que había encontrado un partenaire que hiciera de Oliveira. Así que a veces se hacía un poco la tonta y un poco la despistada, para intentar imitar su ingenuidad idiota. Pero tenía la sensación de que ella no era una buena Maga. Para eso debería haber leído menos, haber escuchado menos discos de jazz, tener un corazón mucho más grande. Le sobraban neuronas y le faltaba espíritu. En cambio, su Oliveira iba perfecto, como un guante. Ella intentaba explicarle por qué se le parecía tanto.

-Es esa manera de… Bueno, ya sabes, como cuando…

Y él la cortaba de la misma manera que lo haría Oliveira, con lo que su emoción iba en aumento. Pero él era el causante, el intérprete genial que se amoldaba a la búsqueda, al nihilismo y a la desesperación. Y nadie tenía la culpa, y al mismo tiempo sí. Con lo que ella tuvo que esforzarse mucho, aunque solo se dio convertido en una extensión de la Maga, pero peor, con lo malo aumentado y lo bueno disminuido. Estaba convencida de que era él quien la obligaba, en secreto, y se reía de ella por su torpeza, aunque disimulaba tras el humo porque en el fondo… ¿En el fondo, qué? Lo que la Maga ganaba en navegar ríos metafísicos, lo perdía ella en discusiones sin fin con su Oliveira, hasta que al final parecían dos Oliveiras furiosos y cínicos, mordiendo las paredes de su jaulita de tela. Y ella, como buena extensión de la Maga que era, lo quería sin saber muy bien por qué. Seguramente, porque ya venía escrito en la novela original, y está feo saltarse las pautas de los genios. Por el mismo motivo, a su Oliveira tenía que parecerle ella muy tonta, como si le hubieran robado un soplo de la musa. Había momentos en los que ya nada estaba muy claro, y a lo mejor ella acababa siendo Oliveira y él la Maga (y en cualquier papel, parecía que se desenvolvía mejor que ella).

Lo único que se podía hacer en esos casos era cerrar el libro y aspirar una pizca de realidad por la ventana. En las noches de verano se colgaba de su buhardilla como un gato, cigarrillo en los labios, papel y lápiz sobre la mesa. El humo dibujaba las mismas formas que se sucedían una y otra vez hasta los cafés en otoño y las noches en invierno. Era entonces cuando se deslizaba sola hasta la playa, donde no había nadie, y bailaba en la arena y corría y lloraba escuchando a Chopin. En ese momento cerraba la puerta a la Maga y a Teresa y a Agnes y a Naoko y a Orlando y ya no era nadie más que ella, temblando de frío y buscando a tientas las manos de Oliveira, que por suerte para la literatura, seguía siendo él todo el año.

20101218

Inside out (II)

-¿Ves? Es más fácil darte la razón en todo, dejar que hables de sabe Dios qué mientras yo te robo otro cigarrillo. De cualquier modo, al final de la noche nuestros caminos se separarán inexorablemente. Me he dado cuenta de que no sabemos hablar. Tiene gracia… ¿hmm? No. No sabemos hablar, y nos pasamos el día rompiendo un poco más las palabras, haciendo diademas victoriosas y jirones en los que pasamos el invierno. Pero tus palabras vuelan muy rápido hacia el techo, como… Bueno, no sé. No importa. El caso es que no puedo, no consigo atraparlas, igual que tú, que solo puedes balbucear sentado en la barra mientras la noche aúlla fuera, con voz de mujer lúbrica o marinero borracho o todos llorando. Ahora puedo ver que no me gusta tu discurso de barfly, me deja temblando de indiferencia. Podría ser un desfile de las fases, los pasos, los estados de nuestra indecisión, tartamudeados sobre litros de fantásticos colores y sabores que encogen el alma, la entristecen. A la mañana siguiente… ¿Cómo eres a la mañana siguiente? Porque yo me cosería una capa de retales, aquí y allá, y toda mi vida se podría seguir en los remiendos con olor a humedad, tabaco, perversiones, pensamiento. Pero en lugar de eso, me escondo y me coso a mí, sin capa ni trampa ni nada; cuando llegan esas noches solo ves un muñeco de trapo inerte empapando sus costuras con el mismo etanol que a ti te convierte en otro pelele. Así permanecemos, stay!, feria de fenómenos con el corazón en un puño.

-…

-Lo sé, no me has escuchado. A lo mejor no me he dado cuenta y lo he dicho en voz muy baja, no sé. No sé. A lo mejor nunca lo he llegado a decir. Se me ocurre una idea. Tu verborrea incansable es esa aguja que me cose todos los fines de semana. Mientras mi codo sortea marcas de vasos en la barra pegajosa, tú hablas y me coses un poco más las ganas por ti, por todo; vas cosiendo la puerta de mi cuerpo hasta que la luz ya no pasa entre los hilos apretados. Ya no te puedo ver, no te das cuenta. Se acabó.

(Y bla, bla, bla. Mejor, peor, dame fuego).

Nuestras últimas palabras yacen en el fondo de mi vaso vacío.

20101214

Inside out (I)

No llueve esta noche. Después de tardes terribles y mañanas peores, ha salido a tomar el aire (¿). El aire (?). No es tan fácil. Los requisitos del mundo son cada días más duros. Ha tenido que evitar las preguntas insidiosas, sortear amigos al otro lado de la calzada, borrar con cuidado las huellas de su colonia barata. Realmente no toma el aire; se bebe la libertad de las aceras, clavada con una chincheta sobre la frente de la calle. Desde que él dejó la maleta en su puerta, es difícil hacerlo sola. Me quedo. Me quedo contigo. Y me comeré tus muebles, tus libros, tu perro, tus carpetas llenas de dibujos, tu desorden, tus colillas, tu paz interior. Entonces -¿cómo?- la maleta apareció detrás de la puerta, luego al lado del sofá, y por último debajo de la cama, con las pelusas. Un día ella abrió el armario (su armario), y la maleta estaba ahí, bajo las perchas vacías. Como una nota de aviso, en tinta roja, en el armario (porque también se comió todos los posesivos, y ahora el lenguaje está cojo, manco y sordo; arañó esto y aquello hasta que solo les quedaron las manos).

A falta de un lugar mejor, recorre arriba y abajo las calles de siempre. El anonimato está hecho jirones, pegado a sus mejillas con cemento de rímel y lágrimas. No apurará el paso, no se molestará en correr. Simplemente gira en ese diminuto cosmos, una y otra vez, siendo consciente de que el aire se le acaba. Sabiendo que tendrá que saltar para tomar una bocanada fresca tarde o temprano.

Pero él (otro él, el él, el único que ha importado) saltó como un cuchillo que corta el aire, y se clavó allí, entre ocho millones de cuerpos sin alma. El fantasma de las noches en vela la ha despertado muchas veces, aullando su nombre atado por acordes de guitarra. Entonces piensa, rápido rápido rápido y está claro que ella tiene que hacer lo mismo tiene que correr a través del mar y saltar sobre esa cortina de polución morada para liberarse y conseguir lo mismo que él consiguió porque solo así podrá dejar de besar botellas rotas que noche a noche la van despedazando en trozos ausentes sin una esencia y apenas una existencia. Todo se reduce a jugar al circo, a ser el lanzador de ojos vendados que envía sus pullas contra una realidad que es activa hasta la náusea. Cortar y recortar, tijeras en mano, el sinuoso perfil de lo superficial, separar el cuerpo del alma, el tú del yo.

Porque después del correteo nocturno, todos y ella y él y el otro él ausente, buscan un lugar donde caerse muertos. Y las maletas no importan. ¡PUM!

(No sé si se ha desmayado o se ha pegado un tiro. ¿Hay algún médico en la sala?).