La calle brilla negra, esmaltada por la lluvia; el no-color choca contra las luces quirúrgicas a ambos lados de la calzada. Es una colisión amortiguada, poco importante a ojos inexpertos. Pero está ahí. Como una serpiente de lomo reluciente, con el neón rebotando sobre sus escamas de agua, la calle se extiende hacia el mar. Allí se calla, de repente. Sin otra explicación que la ausencia súbita.
¿Y qué hace él, mientras tanto? Es el héroe de nuestra historia, y los héroes siempre están haciendo algo; ya sea salvar una princesa, combatir a los sarracenos o dirigir revueltas campesinas. Se trata de hombres ocupados, con grandes obligaciones (que a veces responden a una anagnórisis en un lugar semiavanzado del relato) y elevados valores morales.
No obstante, el héroe de esta historia (al que llamaremos H., por evitar el uso reiterado de expresiones perifrásticas) no tiene un historial muy limpio a sus espaldas. Aunque, ya se sabe, “el que esté libre de pecado…”. No obstante, uno no elige para héroe a una criatura sin moralidad. En todo caso, para antihéroe. Pero tampoco.
Lo cierto es que aquí ya no nos quedan héroes ni villanos. Lo que está de moda últimamente son los personajes potencialmente secundarios que se encumbran como protagonistas por fervor estético del narrador. Pero H. no llega ni a eso. ¿Saben ustedes qué hace? Bebe. Mucho. Y luego se olvida de que se ha comido un sándwich. Y después se olvida otra vez. Y vuelve a beber. Y sigue bebiendo.
La extensión de la Maga y H. eran grandes amigos. Compartían ratos de ocio a menudo por las noches, cuando Maga despertaba de su ensoñación de madera ritual y la sangre restablecía el ritmo deseado. H. era un poco tímido al principio, pero a partir de la primera curda en intimidad y una conversación sobre literatura gallega de posguerra, salieron a la luz ciertas afinidades. Maga no quería que nadie la viese durante el día: ese afán vampírico provenía, sin duda, de su deshumanización cíclica. Pero con el paso de los años, ella y H. se amoldaron tanto y tan bien el uno a la otra que ya no le importó. Así, hasta que un día H. decidió que se haría ordenar Dios.
Esto, por supuesto, no era muy ortodoxo, pero Maga aplaudió el ardid de su amigo. Declaró que ella sería su primera y principal sacerdotisa, y ambos chocaron las manos en señal de acuerdo. Así que H. comenzó los preparativos del viaje que le encumbraría como divinidad. Mientras tanto, Maga se distraía contando los tapones de corcho que flotaban en el agua. H. dejó un momento la maleta sobre la cama y se sentó en el borde de la bañera, mirándola. Le apartó el pelo húmedo de la cara y la miró muy, muy fijamente, hasta que Maga tuvo miedo. Eran unos ojos extraños, los suyos: parecían dos perros rabiosos que lanzaban dentelladas a todo lo que se aproximase a su amo. “Cuidado con perturbar el caos dentro de este cráneo absolutamente fantástico”, parecían gruñir. Eso a Maga la fascinaba y entristecía a partes casi similares. Era estúpido hacer observaciones banales cerca de H., incluso si eran observaciones sobre la belleza y la trascendencia y ese pedacito de comida que se te ha caído en la camiseta. También era arriesgado hablarle de uno, porque podía notar cómo una especie de alambre o cable metálico se le colaba por el gaznate, llegaba a las rodillas y las hacía flaquear. Maga estimaba a H. –y además, estaban todos esos cafés durante las tardes de invierno, y ese juego de raptarse el uno al otro por las mañanas y esconderse en la biblioteca a leer poemas sobre gatos. Pero H. se iba, y por partida doble. Se iba por la mañana y por la noche, lanzándose a la conquista de su propia fe inexpugnable. En aquel momento, rodeada de corchos flotantes y espuma y los ojos de H. sobre el borde de la bañera, Maga se echó las manos a la cabeza. Porque comprendió.
Entonces, H. se levantó en silencio y continuó haciendo el equipaje. Había preparado una lista de todo lo que no se llevaba, y la leía distraídamente. Al final, cerró la maleta vacía y se puso su sombrero de ser importante. Maga salió de la bañera chorreando, con el pelo pegado a las sienes, completamente desnuda. Se acercó a H. e intentó abrazarlo para despedirse de él, pero había no-sé-qué en la atmósfera del cuarto que le pesaba mucho al respirar, como si el aire fuera de plomo y los pájaros fueran aviones a punto de estrellarse contra los árboles muertos. H. no solo la ignoró, sino que puso una expresión indefinible que sólo él conocía, y se fue sin mediar palabra. Maga se quedó de pie en medio de la alfombra, llenándolo todo de agua. Cuando la puerta de la calle se cerró, el nivel comenzó a subir. A pesar de que la habitación se estaba inundando, Maga permaneció quieta, estoicamente. No sentía más que sus tapones de corcho flotando allá en la bañera, porque ya había comprendido. Y las cosas o se comprenden, o no, pero no se comprenden dos veces.
Cuando el agua le alcanzó la cintura, pestañeó con cierto desdén perezoso, y levantó la vista. En lugar del techo, aparecía el cielo ante ella, con multitud de cristales que se movían al compás del viento. Los había de todas las formas y colores, porque el cielo se había convertido en el caleidoscopio con el que Maga jugaba de pequeña. Le gustaban especialmente los pedazos rojos, con los que más se identificaba. Y permaneció allí muchos años, sin sentir nada más que el espectáculo fantástico que se desplegaba sobre su cabeza. En el limpio azul del cielo se mecían las hojas secas de la chorima, cruzándose con los colores en espiral ascendente; flotaban mezclados sobre el lecho de Bóreas, avanzando hacia el lugar donde el sol ya no hace falta. A Maga se le ocurrió seguirlos; pero estaba quieta, callada ante la inmensidad, y decidió esperar. No existía mayor placer en el mundo que la contemplación solitaria de los milagros de primavera.
Pero no nos olvidemos de quién es el héroe de la historia. H. nunca ha conquistado ninguna fe, ni en su patria ni en el extranjero. Y al comienzo de este relato, en una calle empapada y brillante de nocturnidad, pensó que quizá el mar no reflejaba el color del cielo, como decía su madre cuando era pequeño. Pensó que quizá el cielo era una membrana abierta por donde escurrirse hacia otro punto cardinal cuando lo necesitara. Así que, una vez el plan de escape estuvo trazado, abrió su cartera y lanzó sus últimas riquezas al aire de mayo. Después entró en un bar y bebió. Entraron unos, salieron otros, habló y siguió bebiendo. Cuando necesitó más dinero, lo cogió y pagó más copas. Al final de la noche se apoyó contra un árbol y miró arriba. Para él, el cielo significaba un instante de evasión y volver a caer en el mismo montón de hojas muertas. Era todo lo que necesitaba, así que no se preocupó. La noche acabó, pero otras llegarían pronto.
Nunca creyó que Maga seguiría allí parada, en medio de un milagro. Tampoco lo habría comprendido.
PD: Este texto no habría sido posible sin la existencia del lp The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd.