“Entonces, ella se dio cuenta de un detalle fundamental: el autor del homicidio no podía ser Patrick S., de ningún modo. De todos era conocida la fobia del señor S. a los gatos, y teniendo la víctima…”
“Rosemary gritaba desde la verja del jardín, mientras Rupert corría a sus brazos sin…”
“Incautados dos mil kilos de cocaína en las costas de…”
Puta mierda. Visitar librerías del siglo XXI se había convertido en un deporte de riesgo. ¿Qué otro reducto queda libre para los paseos? Ella, que no era otra cosa que una extensión de la Maga, vaciló. Los lomos coloreados de los libros ejercían una poderosa atracción sobre su vista cansada, pero no el resto. Desistió al comprobar los títulos, tan artísticos como una patata podrida. Y se ató bien fuerte la bufanda y se puso los guantes de una manera casi ritual, mientras la encargada no le quitaba el ojo de encima. No era la primera vez que los dependientes de una tienda la rondaban, atentos a cualquier movimiento sospechoso de hurto. Pero ella no robaba. ¿Cómo iba a robar una extensión de la Maga? Salió dignamente (o eso creyó), con la nariz apuntando al techo y una mano en la cadera. Que se notara que era una persona distinguida.
Ya era noche fuera del calor de la tienda. Además el cielo salpicaba a ratos, y ella, como buena parte de la ficción literaria que era, gustaba de pasear bajo la lluvia sin paraguas. Supongo que creyéndose dueña de cierto halo romántico, que en verdad solo canjeaba catarros y fiebres. Pero a eso iba. A pasear. Caminaba despacio, a grandes zancadas, de una manera pretendidamente cómica. Luego se daba cuenta de lo que hacía –el idiota- y apretaba el paso hasta desaparecer por una calleja lateral. Que no la viera nadie, que qué vergüenza de repente, la agarraba del cuello y le hacía unas cosquillas diabólicas. Pero vale. Continuemos. La verdad es que detestaba que los personajes de sus novelas caminaran tanto. “Pasear, oficio de tontos. Solo da lugar a fatigas de cuerpo y de alma. Con tanto tiempo a solas, normal que después tengan el barullo que demuestran en sus lindas cabecitas”.
Pero a ella le gustaba fingir que era la Maga de verdad, desde que había encontrado un partenaire que hiciera de Oliveira. Así que a veces se hacía un poco la tonta y un poco la despistada, para intentar imitar su ingenuidad idiota. Pero tenía la sensación de que ella no era una buena Maga. Para eso debería haber leído menos, haber escuchado menos discos de jazz, tener un corazón mucho más grande. Le sobraban neuronas y le faltaba espíritu. En cambio, su Oliveira iba perfecto, como un guante. Ella intentaba explicarle por qué se le parecía tanto.
-Es esa manera de… Bueno, ya sabes, como cuando…
Y él la cortaba de la misma manera que lo haría Oliveira, con lo que su emoción iba en aumento. Pero él era el causante, el intérprete genial que se amoldaba a la búsqueda, al nihilismo y a la desesperación. Y nadie tenía la culpa, y al mismo tiempo sí. Con lo que ella tuvo que esforzarse mucho, aunque solo se dio convertido en una extensión de la Maga, pero peor, con lo malo aumentado y lo bueno disminuido. Estaba convencida de que era él quien la obligaba, en secreto, y se reía de ella por su torpeza, aunque disimulaba tras el humo porque en el fondo… ¿En el fondo, qué? Lo que la Maga ganaba en navegar ríos metafísicos, lo perdía ella en discusiones sin fin con su Oliveira, hasta que al final parecían dos Oliveiras furiosos y cínicos, mordiendo las paredes de su jaulita de tela. Y ella, como buena extensión de la Maga que era, lo quería sin saber muy bien por qué. Seguramente, porque ya venía escrito en la novela original, y está feo saltarse las pautas de los genios. Por el mismo motivo, a su Oliveira tenía que parecerle ella muy tonta, como si le hubieran robado un soplo de la musa. Había momentos en los que ya nada estaba muy claro, y a lo mejor ella acababa siendo Oliveira y él la Maga (y en cualquier papel, parecía que se desenvolvía mejor que ella).
Lo único que se podía hacer en esos casos era cerrar el libro y aspirar una pizca de realidad por la ventana. En las noches de verano se colgaba de su buhardilla como un gato, cigarrillo en los labios, papel y lápiz sobre la mesa. El humo dibujaba las mismas formas que se sucedían una y otra vez hasta los cafés en otoño y las noches en invierno. Era entonces cuando se deslizaba sola hasta la playa, donde no había nadie, y bailaba en la arena y corría y lloraba escuchando a Chopin. En ese momento cerraba la puerta a la Maga y a Teresa y a Agnes y a Naoko y a Orlando y ya no era nadie más que ella, temblando de frío y buscando a tientas las manos de Oliveira, que por suerte para la literatura, seguía siendo él todo el año.