20110102

Subterráneo

No recuerdo cómo ni cuándo ni por qué. Ojalá recordara por qué. Quizá me daría pistas para seguir, ya sabes, seguir el hilo –o el ovillo, madeja, pellejo, cariño- a través de semejante calendario. Había luces, eso puedo asegurártelo. Farolas y carteles luminosos, los bares, los bares. Neones fundidos que parpadeaban, epilépticos, y un montón de mierda en el suelo. Alguien golpea la puerta mientras me pinto los labios. Primero arriba, después abajo. Bien. Perfecto para ser las 5 de la mañana y haber bebido más de lo que mi cartera podría soportar.

Salgo tambaleándome del baño y apuro mi última copa. Ron-cola, qué tropical se ha vuelto todo de repente. Mi estómago lloriquea y se retuerce, pero no le hago ni caso. Voy abriéndome camino hacia fuera, drunken freestyle; algunos tíos se giran cabreados, pero cuando ven que soy una mujer (aunque el traje intente disimularlo) me dejan seguir dándole manotazos al aire.

Pum!, fuera. El alcohol mantiene mi cuerpo caliente mientras hurgo en los bolsillos en busca del tabaco. Esto está demasiado llena para mi gusto, vámonos!, le digo, y ella asiente y me sigue. Culebreamos entre la multitud hasta desembocar en otra calle, más vacía, y nos dirigimos a uno de tantos locales. Ella quiere bailar, yo voy a beber hasta el último céntimo. El portero se clava en medio de nuestro trayecto. Perro. Tiene una cara y un aliento y una manera de mirarnos de perro. Uno particularmente sucio y abyecto. Farfulla algo en su idioma cánido, y menos mal que cuando bebo entiendo todos los idiomas de la creación; aunque en este caso, que un tío-perro te intercepte a la puerta de un bar solo puede ser malo. Dice algo de un brazalete y una fiesta privada, y hace gestos de que nos vayamos. Ahora parece una jodida mamá pato defendiendo sus huevos. Pues vale, mamón, o algo así le digo, y me marcho bailando, entre ríos de gente que pasa. No sé si me ha entendido, y prefiero no volver a preguntárselo. Has tenido bastante suerte en lo que va de noche, no la jodas ahora. Y blablablá.

Para, para, para. Que vienen coches. Ella está cansada, dice algo de que se va. La escolto como buen caballero andante, y hablamos de Kerouac de camino a casa. Los haikus, le digo, son fundamentales en su obra, mucho más de lo que la gente cree. Y recito aquello de cortinas de poesía en llamas, la cabeza me da vueltas de puro deleite, Jack, ah Jackie y sus jodidas genialidades inimitables. Pero en fin, que ya no estamos en los ’40, esto no es Nueva York y nadie va a venir a costearme la melopea. Habrá que buscarse la vida, me digo a mí misma, y el mismísimo Baco me lleva de la mano por la línea de la acera, entre burbujas de neón y charcos de sangre. Pisoteamos juntos un montón de escombros y juro por Dios que aquello sí era la vida, la vida como yo me la bebo, sin pensar, sin paladear, recién salida de las manos de algún mago. Como, te acuerdas de, sí, ése, el bar del Folies Bergère, con su ángel rubio y resignado, ausente, y las botellas y la gente y las luces del café. Es mi cuadro favorito, le explico a Baco, y él dice que sí, me besa en la frente y se va aullando, cuesta abajo, hasta desaparecer doblando una esquina.

Encuentro de nuevo a mis compañeros, no estaban tan lejos como yo creía. Bailo con ellos poseída por todos los demonios del ron, que han resucitado y tiran de mí hacia la gente. Caigo en brazos de un desconocido, que me saca a bailar unos minutos (horas, segundos, años, qué se yo). Tiene la cara más patética que he visto esta noche, y puedo asegurar que no han sido pocas. Me da una vuelta hacia un lado, luego hacia el otro, mientras me observa con ¿ojitos tiernos? Puaj. Me libero de sus manos y salto hacia un amigo acodado en la barra. Me aprieto contra él y bailamos; por encima de su hombro, el patético desconocido me mira muy serio, herido en su orgullo, y yo me río mientras giramos como locos bajo la lámpara. Dios, estoy agotada, comento en voz alta, y alguien sugiere salir a tomar el aire.

Creo que estoy tumbada sobre el capó de un coche. Le hablo a la farola sobre mi cabeza de lo que significa el odio. Todo el mundo parece haberse vuelto loco a mi alrededor, pero mientras hablamos de esto y aquello y esa bonita flor que llevas prendida en la solapa. Algún día, le explico a la farola, seré capaz de escribir sobre por qué la gente se odia tanto, tanto que algo se funde en sus entrañas hasta llenarse de odio, y sobre cómo ese odio sale disparado en todas direcciones alcanzando a pobres personas inocentes. Si es que las hay, claro. Mientras hablo, la farola se va transformando en algo, alguien, Tony Montana!, grito, o el jodido Al Pacino en Scarface, que viene a ser lo mismo. Se sienta a mi lado en el capó del coche y me ofrece un cigarrillo. Él también me habla sobre el odio, y sobre cómo algunas personas necesitan odiar para ser más fuertes. No puedo evitar reírme en su cara; se pone muy serio de repente y me señala con un dedo, me advierte de que estoy a punto de cagarla. Chst, chst, chst, me río como una vieja loca, señor Al Pacino, está usted muy equivocado, y aparto ese dedo acusador de mi nariz. Me mira con indiferencia, se encoge de hombros y desaparece tal y como llegó. En una nube de alcohol.

Joder, ahora sí que voy a morir. Un par de ojos condescendientes me clavan a la pared del edificio. Ya tardaban en aparecer, esos ojos opacos, burlones; el odio burbujea y se recalienta. Está a punto de empezar la función. Retrocedo hacia el callejón, New York, New York, y mi cerebro da volteretas sobre el filo de la navaja. A ese par de ojos le salen unas manos que me sujetan, a las manos les salen brazos, y así sucesivamente hasta tener el cuerpo completo. Menudo demonio, me río para mí, y cómo se reiría él de lo que estoy pensando. Se sentiría muy halagado.

Pero me ha vuelto a clavar con sus ojos. Al suelo, a otro coche, a él. Lo importante es que no me mueva. Los demonios del ron se callan, yo me callo, los ojos hablan en su particular idioma óptico (y menos mal que sigo estando borracha para entender lo que dicen). El odio ronronea dentro de mí pidiendo más, sangre, alcohol, venganza, adrenalina. Le doy patadas, aunque sé que para hacer que todo termine tendría que dárselas en los ojos, que me obligan a mirarlos, a hacer y decir cosas que no quiero, a no decir otras que estoy deseando hacer. Pregunta y se calla, nadie habla en la calle. Hay gritos, voces, música. Pero yo no oigo nada más que la sangre que me late en las sienes, de rabia. Yo quiero esos ojos, quiero comérmelos para que nunca más me vuelvan a clavar por las esquinas, para que vean de cerca todo el odio que han generado, tan de cerca, y envolverlos y enterrarlos y olvidarlos. Entiendes?, pregunto, pero a pesar del alcohol-traductor los ojos y yo nunca hemos hablado el mismo idioma. Hago algunas apreciaciones en voz alta, otras en voz baja, otras solo las pienso aunque sé que puede oírlas igual. Odio tanto a esos ojos que los aplastaría y los cubriría de besos cada noche; los haría arder conmigo el jodido infierno.

Me muevo, pura inercia, cruzando la calle. Y creería que los ojos me abrazan, si los ojos tuvieran brazos y manos de verdad. Basta por hoy, por ahora y por siempre. Por eso, abro mis propios ojos sobre el capó del coche. Uno de mis compañeros propone irnos a otro garito. Y yo digo que sí, que vamos a bailar. Les cuento que acabo de hablar con Al Pacino, y se ríen. Si esto les ha parecido una locura, mejor no mencionar ese par de ojos que se han quedado atrás, leyéndome desde el callejón como solo yo podría leerlos.

Porque llevo a la Maga, a Hank y a Mardou Fox conmigo.

3 comentarios:

Durch dijo...

Ya me tienes ahí al lado, vigilando.

Durch dijo...

Jeje, parece una buena noche, realmente. Qué envidia. :(

Mamá pato me ha hecho reír, imagino a un mítico gorila de discoteca incubando un enorme huevo blanco.

Añil.0 dijo...

He amado, desamado y vuelto a amar ese maravilloso alcohol-traductor con el último reducto de mi imaginación pro y anti lingüística. ¡Enhorabuena abrazadora de ojos!
Te has ganado cien minipuntos!