20110428
¿Y ahora, qué?
Impresión X - Víspera
papel que se quema cruje
se despereza
blanco y tierra y color de la mañana
en silencio
arrastrando el cielo
gotas de olor a resaca y vino
sin rastro de piedad en la víspera
de todos nuestros santos caídos
pero el papel se quema y cae la ceniza
gris y negro y niebla tras la pared
-y la cabeza descansando sobre la guillotina
devota del engaño y la pérdida-
durante otras veinticuatro horas
amanecer y descomposición de la carne
Me estoy quedando sin recursos. Si Rubén Darío estuviese aquí, me daría una patada en la cara.
20110425
De libros y otras sandeces (autobiografía literaria)
Lo primero que se me ha venido a la cabeza ha sido El Hobbit. Muchos años después de aquella primera lectura (bueno, realmente, fue más bien una escucha. Estaba yo fiebrosa y sin poder moverme de la cama, cuando mi padre trajo el libro… y yo me quedé alucinando) y de haberlo leído por mis propios medios unas cuantas veces, supongo que representa el primer punto de inflexión de mi vida literaria. El siguiente punto (o más bien subpunto) lo situaría en El señor de los Anillos. Tendría yo unos diez años cuando lo devoré en menos de una semana. Después llegó El Silmarillion, claro. Y eso sí que fue una auténtica revolución para mis sentidos.
Así que, definitivamente, el primer autor que me influyó de verdad, la primera obra que operó un cambio sobre mi manera de entender la literatura… se la debo a Tolkien.
El siguiente paso de la cadena lo situaría al filo de los doce años, cuando leí por primera vez a Molière. De ahí en adelante descubrí el deleite del teatro, aunque jamás he sido capaz de escribir nada en ese género. Los dramaturgos son una especie curiosa que debe ser considerada aparte en la escala de literatos –más o menos como los poetas, aunque es más fácil que un poeta cultive otros géneros. En general, los dramaturgos (los de verdad, los genios) solo escriben teatro. Y yo no he nacido con ese don, qué se le va a hacer. No obstante, ahí cogí carrerilla para continuar un par de años tirando en esa dirección, con breves escarceos con el género fantástico (la sombra de Tolkien se estira a lo largo de mi vida). Fue entonces cuando se produjo el tercer punto de inflexión, y el primero a la hora de marcarme unas metas como ser creador.
Tendría unos quince años cuando cayó en mis manos un libro muy popular entre los adolescentes góticos deprimidos: Las flores del mal, de Baudelaire. Por supuesto, dudo que la mayoría hayan logrado darle una interpretación más allá de… No lo sé, la verdad; no sé mirar el mundo a través de unos ojos que incorporan telarañas y cortes en las venas a la vida. De lo que sí puedo dar cuenta es de cómo me impresionó el tono y la filosofía (más bien, antifilosofía) de vida que destilaban aquellas páginas. Así entraron en mi vida los maudites, los bohemios franceses del s.XIX: Verlaine antes que ninguno, Laforgue, Corbière, Mallarmé adorado, Rimbaud… Y yo misma empecé a poner más ahínco en mi propia obra, empapándome de simbolismo y del estilo del lenguaje manejado por estos tipos tan singulares. Supongo que es mi primera influencia real, y que aún se puede olisquear su rastro entre mis páginas.
A los dieciséis se produjo la auténtica revelación. Cuarto punto de inflexión, que a su vez engloba unos cuantos subpuntos, y segundo punto a la hora de considerar mi propia obra (que, por cierto, era aún más espantosa que lo que hago ahora; pero espantosa del todo, de verdad). Supongo que la frase clave en todo este asunto, pronunciada por Él en alguna clase de Dibujo Técnico I, fue algo así como: “Oye, ¿y tú conoces En el camino, de Jack Kerouac?”. A partir de aquí entraron en mi vida los beatniks, el jazz, la música psicodélica, la literatura del s.XX (hasta entonces siempre me iba para atrás, especialmente hacia el s.XIX), el arte contemporáneo y tantas otras cosas. Empecé a vestir siempre de camisa, chaleco, foulard, sombrero o boina… Sobre todo, boina. Tengo tres.
Los subpuntos de los que hablaba antes serían Tokyo Blues, de Murakami (me enseñó a mezclar la cultura popular con unos personajes perfectamente delineados, de manera que no desentonara), Bukowski (del que he tomado la simplificación del estilo: ¿para qué vas a irte por las ramas con palabrejas rebuscadas, pudiendo contar lo mismo en cuatro golpes de tinta? Lo cierto es que hay más cosas; aunque lo que escribo no sea nada bukowskiano, lo considero una influencia importantísima), Henry Miller (el delirio es un aliado, las palabras, la mejor arma; que las imágenes abrumen y te arrastren con ellas) y, sobre todo, Milan Kundera (explora y disecciona el alma humana; hazlo con elegancia, con sutileza; piensa en cosas impensables, razona lo irrazonable; estúdialo desde atrás, delante, arriba y abajo, pero mira siempre desde dentro). Cabe citar también a Virginia Woolf, de la que imité la ironía punzante una temporada, aunque realmente no la considero una influencia real –tan solo una escritora a la que admiro. Emily Dickinson, brillante poetisa norteamericana, me trajo los guiones que se encuentran a cientos en mis propios poemas; las pausas que obligan a girar y modificar el ritmo, que cambian el color de los versos; las imágenes insólitas, el desarrollo de mi propio y personalísimo simbolismo (por primera vez, empecé a alejarme de las metáforas pautadas por los poetas franceses).
Según iba transcurriendo el tiempo, me acercaba cada vez más a la literatura contemporánea, y siempre a figuras aisladas o tomadas en concreto; nunca a un movimiento literario en general. A los dieciocho empecé a leer haikus clásicos japoneses (¡ahí sí que aprendí a simplificar al máximo!); descubrí a T.S. Eliot y su mezcla de humor afilado e imágenes cuasi nihilistas, tan parecido a mi propia cosmovisión que aplaudí. Más recientemente zarandearon mi vida Beckett y su teatro del Absurdo, abriendo el camino del distanciamiento que Cortázar terminó de delinear. Todo esto podrían considerarse subpuntos, o estados menores incluso. Porque mi quinto punto de inflexión, y último hasta la fecha, se produjo con dos autores completamente contrarios, que han invadido y arrasado mi concepción de la literatura hasta los cimientos: estoy hablando de Cortázar (mención especial a la luz que arroja Rayuela) y, cómo no, Hemingway.
Cortázar va un paso más allá con las imágenes; Hemingway lleva a otro nivel las palabras. Es toda la combinación que necesito para afinar mis dos grandes preocupaciones estéticas a la hora de escribir; mis dos grandes campos a abarcar, representados por dos ideales que absorber y -¿por qué no?- incluso superar. No estoy pretendiendo darme ínfulas de grandeza, ni tampoco imitar hasta el calco lo que otros han hecho. Digamos que, hoy por hoy, son la base sobre la que improvisar mis propias melodías (metáfora musical cogida por los pelos; alguien debería dejar de mezclar la guitarra con las “bellas letras”).
A lo largo de mi vida como creadora literaria puedo situar un punto en el que dejo de imitar y me lanzo a la piscina de las innovaciones. Que no serán gran cosa, pero, eh, tengo mucho tiempo por delante todavía. Lo de dárselas de Rimbaud se lo dejo a otros con más talento y mejor suerte que la mía; mientras, a ver qué me voy encontrando por el camino que –espero- me conduce al Nobel de Literatura (en serio, no me lo creo ni yo. Es una manera de “darme ánimos”, supongo). De momento, y como ya he mencionado antes, parece que el distanciamiento y el formalismo van dando sus frutos. Todavía sigo trabajando en una poesía puramente sensorial, basada en la vista y las sugestiones de tacto y olfato. También me he dedicado bastante en los últimos meses a tantear novedades en mi prosa, que siempre ha dado bastante pena. Todo lo que puedo afirmar es que lo intento, lo intento…
El caso es que aquí solo he reflejado los escritores que han tenido cierto peso sobre mi formación; quedan otros miles de millones que me van enamorando cada vez más de lo que hago, de lo que quiero hacer y de lo que, seguramente, terminaré haciendo en algún momento. ¿Por qué se me ha ocurrido poner esto por escrito? Pues ni idea. Supongo que de tanto airear la mente, sacudir alfombras, lavar los platos y poner en orden mis cajones mentales, esto ha acabado saliendo. Y me alegra un montón ser capaz de ver que en los últimos años no me he quedado estancada –al menos, no en la escritura- y que, poco a poco, esto llega a alguna parte.
Y me muero de ganas por averiguar a dónde. Pero, eh, tengo todo el tiempo del mundo para seguir improvisando.
PD: Si pudiera (y de hecho, puedo y lo haré) hacer una lista de recomendaciones en base a lo anterior, diría que:
Rayuela, de Julio Cortázar
El viejo y el mar, Ernest Hemingway
Orlando / Las olas, Virginia Woolf
Esperando a Godot, Samuel Beckett
Cuatro cuartetos / Inventos de la liebre de marzo, Thomas Stearns Eliot
Emily Dickinson (cualquiera de las antologías que hay por ahí a la venta)
Trópico de Capricornio, Henry Miller
La insoportable levedad del ser / Los testamentos traicionados (ensayo sobre diferentes aspectos de la creación literaria a lo largo de la historia), Milan Kundera*
*Realmente, todo lo que ese hombre ha hecho merece ser leído detenidamente.
La vanidad de los Duluoz, Jack Kerouac (patrón de este blog, por cierto)
PD2: ¡Echadle paciencia y atreveos con Tolkien! No es tan terrible como lo pintan…
20110422
Saturación de recuerdos
Que no, que no hay palabras que puedan atraparte
Que no consigo retenerte en las páginas. Eres inmortal.
Eres un fantasma colmado de dones, de música y de otras épocas.
Aislado
Un vendaval en la costa, arena y colores pegados a la retina.
Tú no existes. Pero a veces te haces real, y yo recuerdo
Que debo intentar conservarte en tinta y papel. Nunca lo consigo.
Puedo hablar de banalidades con una facilidad pasmosa. Soy capaz de escribir relatos y poemas que no hablan de nada, o que pretenden dar cuenta de asuntos elevados, o que retratan a tal o cual persona según mi óptica de la concavidad. Pero a él no hay nadie que pueda registrarlo. Después de todos estos años, los intentos se cuentan por miles; existe alguna que otra poesía que me pareció salvable en su momento. Ni qué decir tiene que he cambiado de opinión.
Oliveira, Oliveira, con tu americana de tacto inclasificable y una camisa de estampado retro. Sentado en la barra como un dandy recién llegado de las islas. Y yo al otro lado, escuchando tu voz como un bálsamo que me transporta de nuevo a la costa, con tus dibujos y ese último concierto que jamás tuve el valor de presenciar.
Maldita sea, creo que nunca seré capaz de hacerlo. Son sonidos, son olores, y sobre todo son imágenes que se han ido quedando por el camino, sin hacer ruido tras mis pasos. Estoy saturada de información que no consigo organizar bajo ningún patrón. Y ahora está lloviendo, y el agua resbala sobre mi cabeza, al otro lado de la claraboya. He buscado tus canciones y las estoy escuchando; se mezclan con las gotas golpeando el cristal. Recuerdo que ayer no le pedía nada a la noche, no sabía si terminaría mal o peor. Así que tomamos la decisión de ir a ese bar en el que las copas son baratas y nadie nos conoce. Entonces, sorpresa. Como una vieja pesadilla que vuelve años después, o una canción que despierta de su letargo tras un largo silencio. Y sonrío sinceramente tras días de fachada deshilachada, me haces sonreír sin saberlo, solo con reconocer tu timbre y tu tono entre el barullo del bar a la una y cuarto de la mañana.
20110415
Abril, o eso dicen
Because I do not hope to turn again
T.S. Eliot
F. misterioso se encaminó hacia la puerta. Tarareó unas notas sueltas en su memoria, se rascó los bolsillos y dijo “¡Eh!”. Después se lo pensó mejor y decidió dar media vuelta.
Por el camino, se paró a echar un trago que se convirtió en dos que se convirtió en una cartera tan vacía como su memoria al día siguiente. Pero F. misterioso no desveló su identidad.
F. misterioso no tenía un rumbo fijo, pero le gustaba la poesía. Eso podía llegar a entretenerlo durante horas, casi tantas como le llevaba buscar la cerradura de su casa.
Al cabo de un rato uno se da cuenta de que F. misterioso es una bola de lana que no tiene ni ojos ni boca. Pero le gusta olisquear aquí y allá con su Pituitaria de la Modernidad.
F. misterioso, dicen, solo se preocupa de mantener la luz encendida toda la noche. F. misterioso es un hogar cálido lleno de alfombras y cajas de música.
(Claro que es cálido, es que es de lana)
Es fácil de reconocer: busque usted a alguien que se rasque los bolsillos compulsivamente. F. misterioso tiene roto el eje de orientación desde que decidió dar media vuelta.
Por eso ahora F. misterioso se esconde debajo de la mesa mientras hablamos; está buscando el principio de su cuerpo y choca todo el rato contra el final.
20110413
From the wrong side
20110412
Paréntesis de una investigadora (casi) frustrada
20110410
Euterpe
Vladimir iba cada noche al salón. Se situaba estratégicamente al amparo de un viejo armario, exactamente enfrente de la cueva de luz. El heraldo de las once campanadas marcaba la entrada de la diminuta figura, de andar torvo y tembloroso. Nada en el mundo le hacía parecer lo que Vladimir sabía que era: un ser humano. Siempre vestía la misma levita negra, pantalones grises pasados de moda y unos elegantes zapatos roídos de tiempo y miseria. Se sentaba en el taburete entre suspiros y bufidos, organizaba sus partituras y comenzaba a tocar. Vladimir contenía entonces la respiración, pese a que en el pecho se le soltaba una cuerda importante que le hacía dar tumbos y girar las orejas. Su enmohecido pecho repiqueteaba como una campana en vísperas; le sudaban las manos y se le dormían los recuerdos, como en éxtasis de primavera. Y había imágenes que lo asaltaban, lo cogían desde atrás y tiraban de él a las alturas, a un bosque encantado quizá, o a un viejo castillo, o en medio de salones donde se bailaba el menuet. Como en las historias que había escuchado de pequeño. Todas esas postales volvían entonces, lo abrazaban y susurraban cosas terribles de lo ciertas que eran. Temblaba de frío desangelado y de devoción a un tiempo. Mientras, las notas iban recorriendo en círculos el zócalo, atrayendo a Vladimir con su canto de sirena; pero él esperaba, esperaba a que apareciera.
Al doblar la esquina de un pasaje concreto, salía del piano. Un sonido amortiguado era la señal de que estaba allí, de pie, observando la estancia otra noche. Entonces empezaba. Vladimir no se atrevía a mover ni un músculo: toda su expectación se concentraba en la sombra parada junto al pianista, que seguía tocando sin inmutarse, víctima del genio y la mala vida. La silueta comenzaba una vez más la exploración, invasión y conquista de la sala de música, lanzándose arriba y abajo como un vendaval, azotando las imágenes que rodeaban a Vladimir en vuelo rasante. Se detenía sobre el reloj de pared, volvía a cruzar como una exhalación hasta alcanzar el piano y allí tomaba aire; bailaba siguiendo una escalera imprecisa de humo, ascendía a las alturas. Vladimir contemplaba la escena en silencio, y se preparaba. La sombra saltaba desde la lámpara como una campeona olímpica, giraba en el aire y quedaba suspendida a solo un par de centímetros de su cara. En ese momento Vladimir intentaba asirla –cada día, sin excepción-, comprobar qué tacto tenía su piel, qué olor su cabello. Pero por desgracia la música no es tangible, y Vladimir la sentía escapar de su abrazo como vapor, como niebla.
El pianista terminaba su concierto diario; sin la luz de su música sobre la frente trocaba de nuevo en aberración deforme, apenas un soplo humano. La llama de la vela sobre el piano difuminaba las sombras de la estancia; los pasos del hombre se perdían en la oscuridad. Después sonaba el reloj. Volvía a sonar. Sonaba de nuevo; así llegaba el amanecer. Entonces, Vladimir abandonaba la sala de música hasta la próxima noche; se iba, o se deshacía, o se fundía con ella en forma de tapiz o silla o plato sopero -¡quién sabe!
Y cuando daban las once, Euterpe divina acogía de nuevo su monstruosidad y la transformaba en belleza de cristal, humo, nada.
20110403
20110402
Clepsidra
Fígaro se despertó colgado de la pared. Por las rendijas de la ventana entraba una corriente de aire que ponía la piel de gallina; pestañeó y se sacudió el frío obtuso de diciembre. El parqué crujió desolado cuando saltó al suelo. Era un suelo viejo con muchas historias, presentes y pasadas. Ni en mil años podría el viejo suelo contarnos todo lo que ha visto y ha soñado. No como Fígaro –porque ella no ha vivido.
El pasillo estaba inclinado, y el agua resbalaba por él como por la cubierta de un barco en medio de la tempestad. Los vientos de aquella casa rugían fieros en el tejado, conmoviendo los pilares, asustando a los ladrillos carcomidos. Pero Fígaro era valiente y siguió avanzando por el corredor, por el que ya volaban aparadores, platos y candelabros. Todo se zarandeaba en confuso montón, vaivén del Atlántico norte al salir el sol. Los cuadros giraban sobre sus alcayatas en zigzag enloquecido, enroscándose en sus muñecas; había que sortear cuidadosamente la carrera de los muebles en aquella casa-barco. La luz al final del pasillo volteaba en valses epilépticos y salpicaba a los habitantes cada mañana, después cada noche, después otra vez. Pero Fígaro era valiente y el edificio viejo y gruñón no lo asustaba con sus bufidos y tempestades. Así pues, trepó por la enredadera al doblar la esquina y se sentó en una barra que pendía del techo, sujeta por dos alambres largos y retorcidos.
Desde aquel columpio macabro podía ver lo que pasaba fuera a través del gran ventanal, sostenido por querubines de yeso a tres metros del suelo. Solo desde su estratégica posición alcanzaba la vista a recorrer aquellos páramos ingleses, con sus largos bigotes de hierba agitados por la sal de la costa; pantanos lúgubres del estado de Louisiana, de árboles dramáticos y opacos, triste melodía; olas que barrían una pequeña cala al sur de Cannes en invierno. A veces incluso se veía el sol -¡sí, el sol!- y largos bulevares de gente joven, feliz y bronceada que iban en bici o paseando cogidos de tres en tres. No obstante, era duro permanecer inmóvil ahí arriba sin moverse, sin pestañear apenas (no fuera a ser que se perdiera algún rayo de luz por el camino). Fígaro intentaba aguantar todo lo posible, que para eso era un valiente, pero al final tenía que descolgarse de su percha de canario lúgubre para caer en brazos del suelo.
Entonces la casa seguía moviéndose. A la carrera sobre semejante potro desbocado, Fígaro recorría las habitaciones, apagando y encendiendo las viejas lámparas de gas llenas de polvo. Cada día encendía cuarenta lámparas y apagaba otras cuarenta. Debía llevar la cuenta de cuáles eran las que tocaban los martes, los sábados, los días de jugar a las cartas o cuando en la cocina se servía sopa. La dificultad de recordar todo aquello lo convertía en un trabajo delicado, aunque Fígaro tenía una buena memoria, curtida en mil batallas contra la clepsidra y el reloj de arena. Alguien le pidió un día que fuera el vigilante de aquella casa; le dieron las llaves de todas las puertas, un pedazo de pan y un beso de buenas noches. Y así aprendió a conocer y reconocer la casa, sus caprichos, temblores y llantos a altas horas de la madrugada. Fígaro no sabía ver la luz, así que al principio tanteaba los muros despacio, con cierto cariño servil, para grabar bien hasta el último detalle: tapices, alfombras, cuadros, zócalo. Pero cuando los muebles empezaron a echar carreras por los pasillos, cuando la casa tembló y saltó en plena tempestad, entonces Fígaro tuvo que aprender la luz y la sombra que siempre va con ella. Tuvo que aprender a esquivar, a bailar sobre las notas impresas en los muros cansados. Aprendió tanto que una mañana apareció colgada de la pared; la casa se había fundido con él.
En el salón habían encerrado una tormenta que tenía la fuerza de mil ejércitos. Bajo ella se ahogaban cada día butacas, sillones, sillas, estanterías, un reloj de pared, un piano de cola, una araña reluciente, amplios cortinajes de color bermellón. Los rayos partían en dos la caja de música hasta hacerla llorar; era entonces cuando Fígaro tenía que entrar corriendo, con su impermeable verde y sus botas, para achichar el agua y salvar lo que se pudiera salvar todavía. Pelear contra la tormenta le dejaba exhausto, pero era su casa y ella era la casa también, y ninguna tormenta maleducada le arrebataría jamás su salón.
A veces subía a la buhardilla, donde vivían, además de los vientos, un grupo de bohemios muy distinguidos. No se sabía de dónde habían llegado; cuando Fígaro se convirtió en el guardián de las luces ellos ya estaban allí. Había muchos músicos minúsculos que se divertían haciendo ruido para asustar a los vientos más pequeños; mientras, Coro discutía enardecidamente con el cenáculo literario de las Cuatro Ideas. Noto y Cecias, malvada chispa roja en la frente, empujaban los registros de recuerdos que se guardaban apilados en torres de más de cien metros. Fígaro los regañaba, aunque sabía que era una pérdida de tiempo. Los destructivos hermanos hacían mofa de sus esfuerzos desde las nubes más altas.
A Fígaro le gustaba ir a ver al pintor. Vivía solo con sus imágenes de éxtasis, en un cuartucho miserable al fondo del pasillo. Cuando llegaba a la puerta, tarareaba Purcell –era su contraseña secreta- y el pobre pintor (flaco, desnutrido, con los ojos enormes y delirantes) descorría el visillo. Conversaban durante un rato por la rendija, mientras podían, antes de que el pintor echara a llorar y golpeara los escasos muebles que le quedaban. Al principio Fígaro intentó intervenir de algún modo; lo consoló, le ofreció su ayuda. Pero el pintor era un genio, y los genios solo hablan con Dios y consigo mismos. Este singular número primo le caía bien a Fígaro; simplemente aceptó que los habitantes de las buhardillas estaban más allá de todo lo cognoscible. No intentó integrarse, pese a que le ofrecieron que se quedara bajo las claraboyas. Al fin y al cabo, no podían estar mejor sintetizados ya: ellos vivían en la casa, y Fígaro se había convertido en la casa.
Cuando las jornadas terminaban, bajaba la escalera despacio, con cuidado de no tropezar con Bóreas airado ni de desvelar el sueño del Sol. A veces se sentaba al lado de la chimenea –cuando parecía que los muebles estaban cansados, las lámparas correctamente vivas y la tormenta dejaba de ensañarse con su salón decimonónico- y se concentraba en la ventana. Pensaba, pero quién sabe lo que pensaba. Puede que soñara con abrir la puerta de la calle y respirar (¡una vez!), colgar las llaves y descuidar los quinqués. Era completo, se tenía a sí misma y a una gran capacidad de libre albedrío. Pero después pensaba en su juramento, en el cumplimiento para con su comitatus individual e intransferible.
¿Quién guardará la luz si yo me voy?