Lo siguiente son náuseas y mi cuerpo gritando que quiere nicotina. La cabeza me da vueltas y me apoyo en la barra, mecida por el agua que nos está inundando. Joder, repito para mí, joder, otro trago. Me lo bebo muy rápido y la boca me escuece. Vuelvo a la pista de baile, que es mi hueco original durante ese rato, y pongo los ojos en blanco. Me coge la mano, me rodea, me pregunta si soy real. Yo aparto la vista y niego con la cabeza. No, no, no. Y tú tampoco eres real, ¿no es cierto? No me responde, pero me coge la otra mano. Giramos en el espacio. Yo repito que no, que no es real, y que si fuera real no estaríamos en medio de un pantano. Tengo los pies pegados al fango, creo que no puedo escapar. Las manos se sueltan y ahora me rodean la cintura. Pero yo me niego a mirar, porque ya sé qué voy a hacer si miro. Retengo un vago recuerdo, agradable, de una noche hace mucho tiempo. O no, quizá no hace tanto, las fechas me bailan en el estómago. Quiero sentarme, pienso, y busco a mi alrededor, en este cenagal, alguna rama o piedra o resto de civilización, pero encuentro aire. Solo aire. Las manos que me rodean son cálidas, y creo que deberían de ser familiares. Me decido a abrir los ojos -¿es que alguna vez pudieron ver?- y me encuentro otros ante mí, mirándome. Parpadeo una, dos, tres veces. ¿Quién eres?, le pregunto tan solo moviendo los labios. ¿Quién eres y por qué estás en este pantano cogiéndome de la cintura? No responde y me besa en la frente. Ahora estoy pálida, noto la sangre cayendo como un torrente de la cabeza a los pies. La oigo bajar y estrellarse contra el barro. Me zumban los oídos y la cabeza me da vueltas. Pero se da cuenta y me coge en brazos; creo que no peso nada. Debo de ser de humo, o de niebla, o de palabras. Me lleva a través de ningún camino -todos los senderos están cerrados por el agua- y me deja sobre un árbol enorme, justo en el centro del pantano. Hay otras plantas, y oscuridad grisácea, y todo huele a umbría aquí. Nos sentamos en una rama; balanceo los pies sobre el vacío azulado. Me coge una mano entre las suyas y miramos hacia abajo: estamos manchados de tierra, llevamos restos de hojas en la ropa y en el pelo. Me doy cuenta de que no ha sonreído ni una sola vez. Bien. Cierro de nuevo los ojos y cuento hasta siete. Al abrirlos, encuentro el cielo sobre mi cabeza. Hay un pájaro pequeño y negro que cruza a toda velocidad, rasgando la bóveda del sueño con sus alas de cuchilla. Bajo los ojos despacio, con el zumbido aún resonando; bajo los ojos despacio, hasta los suyos. Quiero evitarlo, porque sospecho que es ahora cuando toca que sonría; es ahora cuando llegan las palabras en voz alta que yo no quiero. Así que cuando nuestras trayectorias oculares se cruzan, solo durante una fracción de segundo, grito. Grito para que sepa que estoy escogiendo el silencio. Grito con toda la fuerza de mis pulmones. El aire sale disparado por doquier, estrellándose contra el decorado que me rodea, barriendo el agua, el barro y la mueca. La mueca, sí. La sonrisa que apenas había comenzado a nacer en esos otros ojos; y ya la he matado.
Después del grito, el vacío se adueña del paisaje. Viene caminando con el paso del tiempo, ese que no rompen ni las botellas ni las luces del amanecer. Y ahora no queda nada alrededor: no hay árboles, ni pájaros, ni nadie más que yo. Respiro hondo -parece que por primera vez en años- y decido que ya es hora de despertar.
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