20110402

Clepsidra

Fígaro se despertó colgado de la pared. Por las rendijas de la ventana entraba una corriente de aire que ponía la piel de gallina; pestañeó y se sacudió el frío obtuso de diciembre. El parqué crujió desolado cuando saltó al suelo. Era un suelo viejo con muchas historias, presentes y pasadas. Ni en mil años podría el viejo suelo contarnos todo lo que ha visto y ha soñado. No como Fígaro –porque ella no ha vivido.

El pasillo estaba inclinado, y el agua resbalaba por él como por la cubierta de un barco en medio de la tempestad. Los vientos de aquella casa rugían fieros en el tejado, conmoviendo los pilares, asustando a los ladrillos carcomidos. Pero Fígaro era valiente y siguió avanzando por el corredor, por el que ya volaban aparadores, platos y candelabros. Todo se zarandeaba en confuso montón, vaivén del Atlántico norte al salir el sol. Los cuadros giraban sobre sus alcayatas en zigzag enloquecido, enroscándose en sus muñecas; había que sortear cuidadosamente la carrera de los muebles en aquella casa-barco. La luz al final del pasillo volteaba en valses epilépticos y salpicaba a los habitantes cada mañana, después cada noche, después otra vez. Pero Fígaro era valiente y el edificio viejo y gruñón no lo asustaba con sus bufidos y tempestades. Así pues, trepó por la enredadera al doblar la esquina y se sentó en una barra que pendía del techo, sujeta por dos alambres largos y retorcidos.

Desde aquel columpio macabro podía ver lo que pasaba fuera a través del gran ventanal, sostenido por querubines de yeso a tres metros del suelo. Solo desde su estratégica posición alcanzaba la vista a recorrer aquellos páramos ingleses, con sus largos bigotes de hierba agitados por la sal de la costa; pantanos lúgubres del estado de Louisiana, de árboles dramáticos y opacos, triste melodía; olas que barrían una pequeña cala al sur de Cannes en invierno. A veces incluso se veía el sol -¡sí, el sol!- y largos bulevares de gente joven, feliz y bronceada que iban en bici o paseando cogidos de tres en tres. No obstante, era duro permanecer inmóvil ahí arriba sin moverse, sin pestañear apenas (no fuera a ser que se perdiera algún rayo de luz por el camino). Fígaro intentaba aguantar todo lo posible, que para eso era un valiente, pero al final tenía que descolgarse de su percha de canario lúgubre para caer en brazos del suelo.

Entonces la casa seguía moviéndose. A la carrera sobre semejante potro desbocado, Fígaro recorría las habitaciones, apagando y encendiendo las viejas lámparas de gas llenas de polvo. Cada día encendía cuarenta lámparas y apagaba otras cuarenta. Debía llevar la cuenta de cuáles eran las que tocaban los martes, los sábados, los días de jugar a las cartas o cuando en la cocina se servía sopa. La dificultad de recordar todo aquello lo convertía en un trabajo delicado, aunque Fígaro tenía una buena memoria, curtida en mil batallas contra la clepsidra y el reloj de arena. Alguien le pidió un día que fuera el vigilante de aquella casa; le dieron las llaves de todas las puertas, un pedazo de pan y un beso de buenas noches. Y así aprendió a conocer y reconocer la casa, sus caprichos, temblores y llantos a altas horas de la madrugada. Fígaro no sabía ver la luz, así que al principio tanteaba los muros despacio, con cierto cariño servil, para grabar bien hasta el último detalle: tapices, alfombras, cuadros, zócalo. Pero cuando los muebles empezaron a echar carreras por los pasillos, cuando la casa tembló y saltó en plena tempestad, entonces Fígaro tuvo que aprender la luz y la sombra que siempre va con ella. Tuvo que aprender a esquivar, a bailar sobre las notas impresas en los muros cansados. Aprendió tanto que una mañana apareció colgada de la pared; la casa se había fundido con él.

En el salón habían encerrado una tormenta que tenía la fuerza de mil ejércitos. Bajo ella se ahogaban cada día butacas, sillones, sillas, estanterías, un reloj de pared, un piano de cola, una araña reluciente, amplios cortinajes de color bermellón. Los rayos partían en dos la caja de música hasta hacerla llorar; era entonces cuando Fígaro tenía que entrar corriendo, con su impermeable verde y sus botas, para achichar el agua y salvar lo que se pudiera salvar todavía. Pelear contra la tormenta le dejaba exhausto, pero era su casa y ella era la casa también, y ninguna tormenta maleducada le arrebataría jamás su salón.

A veces subía a la buhardilla, donde vivían, además de los vientos, un grupo de bohemios muy distinguidos. No se sabía de dónde habían llegado; cuando Fígaro se convirtió en el guardián de las luces ellos ya estaban allí. Había muchos músicos minúsculos que se divertían haciendo ruido para asustar a los vientos más pequeños; mientras, Coro discutía enardecidamente con el cenáculo literario de las Cuatro Ideas. Noto y Cecias, malvada chispa roja en la frente, empujaban los registros de recuerdos que se guardaban apilados en torres de más de cien metros. Fígaro los regañaba, aunque sabía que era una pérdida de tiempo. Los destructivos hermanos hacían mofa de sus esfuerzos desde las nubes más altas.

A Fígaro le gustaba ir a ver al pintor. Vivía solo con sus imágenes de éxtasis, en un cuartucho miserable al fondo del pasillo. Cuando llegaba a la puerta, tarareaba Purcell –era su contraseña secreta- y el pobre pintor (flaco, desnutrido, con los ojos enormes y delirantes) descorría el visillo. Conversaban durante un rato por la rendija, mientras podían, antes de que el pintor echara a llorar y golpeara los escasos muebles que le quedaban. Al principio Fígaro intentó intervenir de algún modo; lo consoló, le ofreció su ayuda. Pero el pintor era un genio, y los genios solo hablan con Dios y consigo mismos. Este singular número primo le caía bien a Fígaro; simplemente aceptó que los habitantes de las buhardillas estaban más allá de todo lo cognoscible. No intentó integrarse, pese a que le ofrecieron que se quedara bajo las claraboyas. Al fin y al cabo, no podían estar mejor sintetizados ya: ellos vivían en la casa, y Fígaro se había convertido en la casa.

Cuando las jornadas terminaban, bajaba la escalera despacio, con cuidado de no tropezar con Bóreas airado ni de desvelar el sueño del Sol. A veces se sentaba al lado de la chimenea –cuando parecía que los muebles estaban cansados, las lámparas correctamente vivas y la tormenta dejaba de ensañarse con su salón decimonónico- y se concentraba en la ventana. Pensaba, pero quién sabe lo que pensaba. Puede que soñara con abrir la puerta de la calle y respirar (¡una vez!), colgar las llaves y descuidar los quinqués. Era completo, se tenía a sí misma y a una gran capacidad de libre albedrío. Pero después pensaba en su juramento, en el cumplimiento para con su comitatus individual e intransferible.

¿Quién guardará la luz si yo me voy?