20110320

La estufa, la tuerca y el reloj parado

Solo en el tiempo se conquista el tiempo

T.S. Eliot


Empapada como estaba aquella extensión de la Maga, no dudó en buscar amparo al lado de la estufa. La lluvia la había sorprendido lejos de casa, dando vueltas por calles no reveladas y tristes burbujas de vino tibio. A la extensión de la Maga le parecía que la estufa quemaba sin calentar. Le dolían los huesos por la humedad; tan calada y hastiada y cansada de los aguaceros y de no entender los carteles a su alrededor. Y al mismo tiempo le ardía la piel, abrasada y cubierta de ampollas y llagas.

No. La extensión de la Maga no existe fuera de este papel. Perdido el reino, perdidos los guantes. Es fácil. Se consumía de fiebre mientras moría de frío; hasta ese punto resultaba contradictoria. Eso también es fácil. Seguía visitando las librerías y soñando con personajes de ficción, enterrada hasta las sienes en canciones de radio vieja. No soñaba ya –no era Fígaro, era la extensión de la Maga.

Tampoco había ya Oliveira. Su Oliveira estaba en Londres, no en París ni en Buenos Aires. Rocamadour murió antes de existir siquiera, y dejó un regusto amargo de ausencia no concluida. Así pintaba el porvenir para la extensión de la Maga: blanco. Nadie entendía esto, incluso a ella se le escapaba a veces. Tomó prestado a Sabina aquel diccionario, pero por más que husmeó no pudo sacar nada en claro. Por las noches pensaba, ejercitaba sus pasiones en el ardua tarea de la súplica; pero todo ese esfuerzo se desgarraba entre los dedos de la Aurora. Así que durante el día apenas era un trozo de madera con pelos –así que durante la noche, criatura que siente y padece. Y cuando le hurtaba al Leteo cantidad suficiente de olvido, recordaba. La extensión de la Maga era como un reloj tonto, de esos que funcionan hacia atrás. El tiempo se le escurría por la frente en forma de gotas de vino, se la perlaba como una corona de espinas. Entre tanto (y tanto), esto y aquello, bebía para calentarse los huesos fríos, trémulos de botones y tornillos y tuercas que se le caían al caminar.

No sientan ustedes piedad por la extensión de la Maga, porque es ficción y las ficciones son cosa de papeles y libros enormes en bibliotecas públicas. Que no les dé lástima, porque además es mala literatura, una ficción que cojea y tiene que llevar gafas de culo de vaso. La extensión de la Maga está ciega por vivir y no se encuentra. Se maniata de ojos y piernas para luego lamentarse de su caída. Cuando se le rompan las gafas de una vez por todas y choque contra una pared, o la arrolle un autobús, entonces quizá se meta en su libro para siempre, se envuelva en retales de poesía y decida dormir. Buenas noches, mundo. Es por eso que a ustedes no debe darles pena la extensión de la Maga, porque es una brújula mal imantada que corre ciega hacia el oeste. No sirve ni de ficción, imitada o sin imitar, virgen o puta, caballo o torre.

No me es dado a revelar qué hacía la extensión de la Maga vagando sola aquel día a altas horas de la madrugada, ni por qué la sorprendió la lluvia, ni por qué le olía el pelo a ginebra. Tampoco sé cómo se encontró con aquella estufa que quemaba sin calentar. Lo que sí sé es que cuando se hartó de aquel ardor, aquella quemazón puntiaguda, del frío y del blanco de las noches le propinó una buena patada a la susodicha puñetera estufa.

Cuando la encontré en ese bar de los fines de semana estaba terminándose el brandy. Llevaba la cara quemada y las manos frías, como de muerta. Me miró vacía por encima del vaso, guiñó un ojo al aire y salió despacio, arrastrando los pies, perdida probablemente en la inmensidad de una ficción hacia ninguna parte. Es que creo que se le rompió el resorte de dentro del pecho, y ahora su vida no marca bien las horas. Quise decirle que no podía estar triste porque era de día –y le tocaba ser de madera, un ídolo literario-, pero la perdí de vista.

Ahora anda por ahí perdida. Pobre. Además de idiota y cegata y coja, reloj parado.

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