20111016

Del fin de H.

H. miró a Maga al otro lado del cuarto. Estaba entretenida apilando tapones al borde de la mesa, en tambaleante ascensión celeste. Tenía el ceño un poco fruncido, los labios apretados, el pelo sobre los ojos. H. la dibujó al fondo de la habitación, contra la pared, en la luz tenue de la lámpara tartamuda. Supo que Maga sobreviviría sin problema.
Se apartó de ella sin que lo advirtiese. Con pasos cortos y la cabeza gacha, reflexivo, se asomó a la ventana. Las cortinas se agitaron por el viento como pájaros blancos cuando H. abrió la hoja. Se cercioró de que había recordado todo lo necesario: la maleta vacía, la lista de las cosas que no se llevaba, el sombrero de ser importante calado hasta las cejas. Miró hacia atrás solo una vez, hacia Maga: seguía jugando con sus corchos, sentada a la mesa, envuelta en sábanas y coronada de hiedra. Qué bonita cosa, pensó H. sonriendo para sí, qué bonita está ahí jugando con sus tapones y su ceño fruncido y su aspecto de musa. Entonces se encaró con el aire: primero levantó la pierna derecha, después pasó la izquierda. Durante un segundo se balanceó como un ángel a punto de caer.

Al oír el golpe y las voces de la gente abajo, la extensión de la Maga levantó la vista de sus juegos y pestañeó perezosamente. Se levantó y fue hacia la ventana ella también, con sus sábanas de arrastrar lánguido, siguiéndola como una prolongación lívida de su paso infantil. Ligera como una nube, su manita apartó las cortinas, que seguían agitándose por el aire frío de octubre, y Maga asomó la cabeza despeinada a la calle. Apenas prestó atención a la mancha rojiza y negra al fondo de la acera; en cambio, levantó los ojos a los tejados y las antenas, por donde pasaba una gaviota carinegra en ese momento. A Maga le brillaron los ojos. Súbitamente llena de energía, agitó los brazos hacia el ave y gritó con toda la fuerza de sus pulmones de madera:
-¡Adiós, H.! ¡Buen viaje!