(...) seguirá avanzando, aún más allá, porque, si muriera aquí, le pondrían una lápida encima y, para una mujer que nunca tiene sosiego, la idea de que su huida vaya a detenerse para siempre es insoportable.
La insoportable levedad del ser, Milan Kundera
La extensión de la Maga contemplaba un frasco de colonia vacío. Se trataba de un bote de cristal grueso; Maga lo sostuvo a contraluz, dejando que la lámpara iluminara dos peces pintados. También había un gato amarillo y flacucho sobre un lateral, observando a los nadadores con curiosidad. El gato era una constante vital. El gato siempre había estado en el mismo sitio, acechando a los peces con la misma expresión de gato que acecha a unos peces durante años. Maga había observado el intento inerte por pasar a la acción desde pequeña; dos brillos anaranjados nadando en aire de cristal, una sombra dorada a punto de saltar, esperando el movimiento que nunca llegaba. Era la persecución más triste de la historia, porque en ella nadie se molestaba en escapar. Así, el gato amarillo sobre el frasco jamás lanzaría un zarpazo, ni los peces se asustarían ni chocarían contra los muros de vidrio, ciegos por salvarse. Maga acarició con la punta del dedo el lomo arqueado del felino. Lo dejó sobre la mesa y siguió el contorno octogonal del bote, con sus ojos caminando de puntillas sobre el silencio del cuarto. Se oía un reloj a lo lejos; cuatro golpes de tiempo cruzando el pasillo. Estiró las comisuras de los labios en una mueca, se pasó la mano por el pelo y suspiró. Los peces eran todos unos traidores, se dijo. Ya de niña no le gustaban nada; dos pequeñas manchas de color huidizas, riéndose del pobre gato de plástico con sus problemas de movilidad. Peces crueles, que no huelen a nada ni tienen escamas brillantes con las que maravillar al mundo.
Maga cerró la puerta con suavidad y echó a andar hacia la calle. Sus zapatos repicaban como la lluvia bajando las escaleras de piedra. Mientras vagaba por el puerto, se detuvo a contemplar a los gatos que sí se movían y lanzaban zarpazos a peces y participaban en auténticas persecuciones. Maga los quiso como a hermanos durante treinta segundos. Después se dio cuenta de que ningún gato, real o de frasco, tenía nada que ver con ella. Cansada y ebria de brisa marina, titubeó ante el muelle dos minutos eternos; después reanudó su paseo.
Entró muy despacio en un bucle de sueño y retazos de memoria. Caminó con pasos livianos hollando las nubes; se paró ante el mar e hizo una reverencia a sus simas rebosantes de vergüenza. Un pie tras otro; se recogió el pelo con las manos y luego lo dejó resbalar sobre sus hombros fríos. Maga no sabía a dónde iba, pero cada paso le hacía hervir la sangre. Cada metro recorrido era un mantra: “Estoy viva, estoy viva, estoy viva”. Así continuó hasta llegar a una plaza apartada del resto. Miró a su alrededor; avanzó arrastrando los pies hasta un banco, donde se acostó hecha un ovillo y dispuesta a soñar. Pobre Maga, con el resorte del pecho todavía roto. Pobre Maga, la peor de las ficciones humanas que nadie ha creado jamás.
La extensión de la Maga llevaba una llave atada al cuello; raquítica y deslucida, tenía ese soplo tranquilo que dan las cosas muy viejas. Todavía tumbada, Maga se sacó del bolsillo una cajita de madera y la sostuvo en la mano. En la tapa había tallada una golondrina. Seguro que no pesaba demasiado, porque era una cosa muy pequeña, tanto que cabía en la palma de la mano. Sin abandonar la posición horizontal, Maga acercó hacia sí la golondrina atrapada en el dibujo. Con mucho cuidado, deslizó la llave en el interior de una ranura lateral. Le dio dos vueltas hacia la derecha y esperó. Transcurrieron días. Maga no se movió, ni dejó de mirar fijamente la caja cerrada, tan minúscula que le cabía en la palma de su mano diminuta. Quizá eso era todo; Maga mantenía la vista clavada en ella, como si hubiera algo que leer, o como si memorizase cada surco en la madera oscura.
Pero la extensión de la Maga se durmió con la cajita sobre el pecho y la llave todavía en la ranura. Agotada como estaba, soñó con el mar y la levedad, la sangre y la nieve. Dentro de su pecho hueco retumbaban, una a una, las notas de una canción que llevaba grabada por dentro de los ojos. No mostraba un aspecto convencional; es decir, nada de pentagramas o negras o claves de sol. Cada parte encajaba con el resto formando filigranas entrelazadas en sus humores, sus huesos, su carne. Cada fragmento disperso se unía al resto en forma de canción de cuna, vieja, temblorosa y pálida. La música recorría el interior de Maga siguiendo el dibujo, con un fluir desdentado que le hacía subir la fiebre y caer las lágrimas, hasta llegar a un punto en el que su cuerpo se colapsaba y, curiosamente, llegaba a un equilibrio perfecto y funcional, floreciendo por dentro como si le hubiera llegado la primavera. Entre tanta serenidad enlatada y pasos patizambos de melodía, la niebla de la vigilia le mostró a su creador, un artesano de ojos de plata. Estaba inclinado sobre algo que sostenía entre las manos; el baile de la gubia y la lija jugando sobre la madera desbordó el cerebro de Maga como si fuera agua. El artesano se echó hacia atrás y contempló su trabajo terminado: era una cajita tan diminuta que le cabía en la palma de la mano.
Mientras Maga dormía, y sin que nadie lo advirtiera, de la cajita se escapó un suspiro como de ramas y bosques. Lentamente, con un “clac”, la tapa se abrió. Una golondrina diminuta, tizón del aire, sacudió sus alas y echó a volar hacia el cielo.
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