20110930

Adiós, Fígaro

Fígaro solía ser pequeño, cálido, suave.
Fígaro solía tener miedo y no atreverse.
Fígaro solía cuidar y querer las cosas viejas e inservibles.
Fígaro solía dormir acurrucado, con sus luces y sus oraciones.
Fígaro solía ser más fuerte de lo que él mismo creía.
Fígaro solía ser yo.

Fígaro ya no volverá a casa.

20110929

De la levedad

Pip y yo estábamos sentados, mirando por la ventana en el muro. Quise decirle “Pip, creo que hoy me he muerto un poco por dentro”, pero en lugar de eso saqué dos cigarrillos y fumamos. Hablamos del peso. Le dije “Por eso empecé a escribir, tío”. Él me contestó “Siempre lo he preferido”. La levedad asusta. La levedad es un vértigo nauseabundo y traicionero disfrazado de broma. Cuando te zambulles en ella es amarga, sorda; se adhiere a la piel, te atraviesa, y si no estás preparado, te deja lívido y temblando de fiebre. Es una peste del mundo moderno, la levedad. La gente quiere huir de ella, sí, pero solo alcanzan la inacción; como flotando, estáticos y flotando, eso es. A Pip le gusta el peso, y yo siempre he querido dejar un rastro que me una con lo que está por llegar. De pequeña quería ser Baudelaire y que mi cara figurara en todos los libros de historia. Después apareció Pip y apareció Ernie y también Pianocat y fundamos la D-Generación para escaparnos y permanecer. Lo que necesitábamos era más peso, peso, peso. Por eso, cuando Ernie me miró y lo dijo en voz alta, me hizo llorar. Porque vi la levedad reptando sobre sus palabras, en las líneas de fuga del patio y en el cielo cubierto sobre nosotros. La levedad, que cada vez pesaba más sobre mis pulmones, tanto que los hizo estallar; llené todo de vísceras ligeras como nubes. Ernie fue capaz de transformar la levedad para mí en forma de plomo y piedras que me golpearon. Así fue como me morí un poco.

Pip y yo encontramos un hormiguero cerca del banco. La hilera iba y venía, hasta un par de metros por detrás de nosotros. Las observamos durante un rato; volvimos a sentarnos ante la ventana en el muro y hablamos de nuestras obras. Pip se quejó de que lo que escribíamos eran siempre cosas muy cortas, y yo pensé “tiene razón” y le hablé de mi libro y mis ideas y todo eso. De la estructura, por ejemplo. Le gustó. El viejo Pip, siempre dispuesto a escucharme. Nos levantamos y caminamos hasta el mirador, para ver los barcos. Había un viejo velero de madera que apenas distinguimos entre las demás naves. Luego reanudamos el paseo; le pedí que cuidara de Ernie. En cierto modo, me sentía responsable de él; no debí haber hecho lo que hice. Hay cosas que no se pueden decir, nunca, y está bien así. Pero cometí el error de darle aliento a algo que, en realidad, no valía ni ha valido nunca gran cosa. Ahora quizá Ernie esté preocupado por mí, porque me vio llorar en su patio de luces mientras me fumaba dos cigarrillos seguidos. Supongo que creíamos entendernos más de lo que nos entendíamos, y así avanzamos por un camino que solo consistía en puertas y más puertas que se cerraban. Le dije a Ernie que siempre me preguntaría qué podría haber pasado si… pero quizá no sea cierto. Quizá me guste haberme muerto un poco por dentro y quizá me guste lo que soy ahora. Pero creo que no lo habría entendido. Con Ernie siempre tenía que usar palabras específicas: Ernie-términos, Ernie-verbos, Ernie-sentimentalismos. Algunas personas funcionan mejor así, como un coche que admite un tipo de combustible y no otro. Si yo le hubiera hablado con la franqueza que tengo conmigo misma, con otras expresiones y otra luz y otra saturación, Ernie no sería Ernie y yo no sería yo. Si cuando, en la soledad de la cocina, me pregunté sobre la levedad y la pérdida hubiera tenido miedo –es decir, si mi miedo fuera realmente el miedo a la pérdida- habría corrido a su cama y me hubiera refugiado allí durante veinticuatro horas. Pero no lo hice, porque no había nada que echar de menos. Porque fue la levedad la que me hizo llorar.

Pip me acompañó hasta el portal y esperó mientras llamaba. El viejo Pip, que iba a ir a buscarme a la salida de clase; Pip, que se preocupa por mí. Pensé en eso durante cuatro pisos de escaleras de madera desvencijadas y un pasillo estrecho. Al llegar tiré mis cosas a los pies de la cama, como siempre hago, robé un cigarrillo de la estantería y me coloqué al lado de la ventana. Es lo único que me gusta de ese sitio, el ventanal con su pintura blanca rota y su barandilla. Pasé la mano sobre las cicatrices de la madera, despacio; lo hacía siempre, por si cada vez era la última. Por si no volvía a asomarme desde allí a ver los edificios y la gente pasando. Cómo me gusta esa ventana. Tiré la colilla mientras me lo repetía: “cómo me gusta esta ventana”. Después me senté al borde de la cama y me saqué las botas. Si volvía una y otra vez allí, a esa habitación con esa ventana, era porque me hacía sentir intocable. Allí dentro no entraba nada, nada salía. Alto el fuego; yo no era tan de esa manera y sí más de aquella otra. Me gustaba ir porque no me exigían palabras ni sentimientos, solo yo al borde de la cama. Ni un solo “¿En qué piensas?”. Ernie solía hacerlo, ¡y yo lo detestaba! Nunca pareció comprender que huía de explicar lo que no necesita explicación. Por eso, tomé la costumbre de ir y venir y de acabar recalando siempre en esa casa, a quitarme las botas y robar cigarrillos para fumármelos después en la ventana que me gustaba tanto.

La tarde se me fue deshilachando entre las manos, minuto a minuto, hasta que me olvidé por completo de que había llorado. Envuelta entre mantas, sentada, con la cabeza alta y la mirada como un colibrí. Hice un cálculo rápido. Ernie se había quedado atrás, convertido en un punto lejano y cubierto de polvo. Yo existía aún, era más que suficiente. Mis órganos funcionaban, mi cuerpo conservaba todos sus miembros; notaba el calor, el frío, el tacto de la madera y de la lana. Parece estúpido, pero la verdad es que así me curé: bebiendo y chillando y sintiéndolo todo más de lo que debía. Pero se había terminado. El fin de alguna cosa. El fin del peso. Y el comienzo de lo leve.

Me levanté y me fumé otro cigarrillo. Mi primer impulso como criatura de la levedad fue inclinarme hacia él y darle un beso en la mejilla.

20110925

Crash

Oí el disparo antes de que me alcanzara.
No me molesté en recoger los pedazos.

20110920

Las estaciones en fuga

Dijo que dolió

Que le dolió

Mucho tiempo.


A mí me dolió,

Me sigue doliendo

-tantas esquinas sin luz y tanto por lo que llorar-


Las piedras que amontoné sin cuidado alguno

están cubiertas como de primavera y suspiros

y ahora el agua ya no las atraviesa.


Los huecos, bueno, supongo que se llenaron

de vino y de vidrio, de ojeras y fiebre,

de sábanas viejas.


Ha llegado el otoño. He dejado de rezar.


20110911

5:32 a.m.

Otros – mucho

antes que yo

lo predijeron: la existencia

de la carne (podrida) y

el alma (cristal vacío).


Yo no me atreví ni a respirar.

La tormenta pasa arrastrándose, exangüe;

empaña con su aliento húmedo

el latón viejo del cielo

-llamas y ceniza bailando en su reflejo-

El cielo viejo, sí, rojo, muerto

que se come al Sol y después arde.


No me moví. Mis manos, siempre

en silencio, se llenaron de sangre.

No lloraré. Pero esa sangre

era mía.

Por resistir os entregué hasta mi levedad.

Quién sabe qué venenos me habitan

ahora, saco de huesos

y humores podridos.


En realidad,

lo único que me queda por ofrecer

es, además del etanol

- lengua fría de la medianoche-,

mi propia vida.


Qué insignificante.


20110905

De cocinas y piedras catatónicas

Hubo un momento en el que pareció que el suelo cobraba relieve. Las baldosas se combaban hacia arriba, como un puñado de gatos pardos con el lomo arqueado. Alcé una ceja, después la otra. Mi cara todavía estaba allí, qué bien. Entonces me preguntó si quería un poco de té. Le dije que no; no me gusta el té.

Cada uno estaba sentado en un extremo de la mesa. Me había propuesto no moverme, por fervor estático o quién sabe qué chorrada. Miraba el suelo, que era lo que tenía delante; mi cuerpo parecía encontrarse a gusto, y no me molesté en variar su estado. Al lado de mi mano derecha, sobre la mesa, estaba mi viejo cepillo de dientes. ¿Qué estaba haciendo allí? Nota mental: guardar cepillos de dientes como vínculo fantasmagórico con gente de mi pasado. Oí la silla moverse y pasos hasta la pila; la taza estaba en el fregadero ahora.

-¿Puedo ofrecerte algo?

Gruñido vago.

-¿Quieres cepillarte los dientes?

Responder habría supuesto el desplazamiento de varios músculos. Después salió al corredor; oí sus pasos, oí agua corriendo. Volvió tras unos minutos:

-He dejado dentífrico en el baño. Para mañana.

Fascinante suelo, amor a la catatonia. Se acercó a mí y me acarició la cabeza. Amor a la catatonia, fascinante suelo.

-¿Sabes moverte por la casa, no?

Pregunta estúpida, después de casi dos años.

-Buenas noches.

Permanecí sentada bajo el neón epiléptico. Cansada, negándome el descanso, borracha aún, con la garganta seca. Recuerdo que, cosa curiosa, me esforzaba en no querer irme a la cama. Como si –menuda idiotez- el insomnio fuera una penitencia autoimpuesta. Ya eran las cinco y media, hacía rato que todos dormían. El silencio dormía, también. El paso marcial del reloj era lo único que atravesaba el sopor nocturno. Capas y capas de pesadez, como una cebolla lúgubre. Y yo intentando ponerme nostálgica. Supongo que estaba tratando de explicar cosas, amotinar otras contra el recuerdo, pero no me salía. Me di cuenta de que no había nada que echar en falta; cerré la puerta, tiré la llave a la hoguera. Mejor así. Empecé a ser consciente de que no había ningún espectro adherido a la memoria, ningún jirón entre los dedos, ninguna silueta dormida a la que acercarse en busca de calor. Simplemente, esa parte de mí se había borrado. O había ardido. Quizá fui yo quien le prendió fuego. Estaba sentada en esa silla desde donde todo era tan familiar sin ser capaz de sentir algo más que una piedra. Respiré hondo y me alegré de que eso, por lo menos ese pedazo podrido, se hubiera perdido en el caudal del tiempo. Me sentí más liviana y sonreí.

Finalmente me levanté para llenar mi taza de agua. La cocina parecía un poco un campo en la Luna, irreal y lechoso; sería por la luz, digo yo. La mesa abierta, manchada, mi cepillo de dientes y todo lo demás. Cogí el tabaco y salí a la terraza. En el patio no había apenas ruido; se respiraba quietud de mármol negro, como lluvia plomiza que atraviesa la carne. El cielo cubierto flotando en el hueco entre dos edificios, sus nubes rojizas de noche envenenada. Saqué medio cuerpo fuera, conté sombras, fumé despacio. Mis dedos se deslizaron por los rieles de aluminio. Estaba frío. Llenaba mi tacto de agujeros helados, me mantenía despierta.

No quise pensar en nada que no fuera permanecer en vigilia. Abrí más los ojos y expulsé el humo por la nariz, lentamente. Otra página emborronada en duermevela. Después de noches como aquellas, me hacía diminuta y desaparecía varias horas. Hasta que olvidaba lo que me pareciese oportuno para suplirlo por recuerdos más brillantes, de canto biselado; algo que no fuera a dejar otras marcas que las que yo eligiera. Mi capacidad de inventiva facilitaba en gran parte el proceso. Así, sabía que aquella noche terminaría adquiriendo significado cuasi-mitológico, un par de puntos legendarios que evocar con nostalgia. Mentiras, pero bueno. Cuando ya te has inventado tantas, todo límite se diluye. El mismo alcohol que desdibuja la belleza de lo grotesco es el que arrastra las esquirlas que se pierden. Es decir, las que quieres que se pierdan.

Entonces llegó el turno del enfado. Recordaba vagamente el boicot al que había sido sometida horas antes. No sé con quién me cabreé más, si con ellos o conmigo. Si con Jill y su mirada de advertencia, o con mi vagar desorientado, automático, tras el espejismo de un afecto que caduca en media hora. En fin, al final terminé gritándole a Jill, como tenía por costumbre, y ella se había enfadado. Ahora estaba durmiendo. Sabía que me disculparía con ella a la mañana siguiente y nadie se acordaría más del asunto. También sabía que Jill no lo aprobaba. Mi comportamiento, digo. Pero estaba preocupada por mí, y eso constituía su escudo; no puedes enfadarte con alguien que demuestra tanta preocupación. Se considera moralmente inaceptable.

Cuando terminé el maldito cigarrillo, consideré muy seriamente suspender mi penitencia. Al día siguiente me tocaba madrugar, y ya eran las seis de la mañana. Me quedaban tres horas de sueño potenciales, de las que aprovecharía dos, o probablemente una y media. Cuando no estoy en casa jamás duermo bien. Como aquel otro día en el que los ruidos de la calle me mantuvieron despierta hasta bien entrado el amanecer. Seguramente esta noche sería mejor que aquella. Tenía la certeza de que nadie iba a ir a abrazarme, y de que no me iba a despertar sintiendo asco por ello. No por la situación, ni por la piel desnuda y tibia pegada a la mía, sino por ese gesto nocturno que era peor que una patada en plena cara. Constituía la mejor prueba de que era preferible morirse solo, bien lejos del cinismo afectuoso y de aquellos que lo profesan.

Cerré la ventana y apagué la luz. La oscuridad del pasillo era prácticamente tangible, pero conocía bien la posición de cada puerta y recoveco de la casa. Entré de puntillas en la habitación, me desnudé y me acosté al lado de Jill justo cuando empezaba a amanecer sobre el lomo dentado de esta ciudad de agua.

20110902

Por un momento me había planteado registrar una nueva fase en las vidas de la D-Generación, protagonistas de La leyenda de la duermevela. Material hay de sobra. Pero ahora mismo estoy demasiado distanciada de la realidad para hacerlo como yo quiero.
Dice otro de los miembros de dicha generación que escribirá cuando las heridas cierren. Yo lo haré solo cuando estén tan abiertas que no pueda distinguir sangre y letras. Por mantenerme fiel al espíritu original, ya saben.