20110929

De la levedad

Pip y yo estábamos sentados, mirando por la ventana en el muro. Quise decirle “Pip, creo que hoy me he muerto un poco por dentro”, pero en lugar de eso saqué dos cigarrillos y fumamos. Hablamos del peso. Le dije “Por eso empecé a escribir, tío”. Él me contestó “Siempre lo he preferido”. La levedad asusta. La levedad es un vértigo nauseabundo y traicionero disfrazado de broma. Cuando te zambulles en ella es amarga, sorda; se adhiere a la piel, te atraviesa, y si no estás preparado, te deja lívido y temblando de fiebre. Es una peste del mundo moderno, la levedad. La gente quiere huir de ella, sí, pero solo alcanzan la inacción; como flotando, estáticos y flotando, eso es. A Pip le gusta el peso, y yo siempre he querido dejar un rastro que me una con lo que está por llegar. De pequeña quería ser Baudelaire y que mi cara figurara en todos los libros de historia. Después apareció Pip y apareció Ernie y también Pianocat y fundamos la D-Generación para escaparnos y permanecer. Lo que necesitábamos era más peso, peso, peso. Por eso, cuando Ernie me miró y lo dijo en voz alta, me hizo llorar. Porque vi la levedad reptando sobre sus palabras, en las líneas de fuga del patio y en el cielo cubierto sobre nosotros. La levedad, que cada vez pesaba más sobre mis pulmones, tanto que los hizo estallar; llené todo de vísceras ligeras como nubes. Ernie fue capaz de transformar la levedad para mí en forma de plomo y piedras que me golpearon. Así fue como me morí un poco.

Pip y yo encontramos un hormiguero cerca del banco. La hilera iba y venía, hasta un par de metros por detrás de nosotros. Las observamos durante un rato; volvimos a sentarnos ante la ventana en el muro y hablamos de nuestras obras. Pip se quejó de que lo que escribíamos eran siempre cosas muy cortas, y yo pensé “tiene razón” y le hablé de mi libro y mis ideas y todo eso. De la estructura, por ejemplo. Le gustó. El viejo Pip, siempre dispuesto a escucharme. Nos levantamos y caminamos hasta el mirador, para ver los barcos. Había un viejo velero de madera que apenas distinguimos entre las demás naves. Luego reanudamos el paseo; le pedí que cuidara de Ernie. En cierto modo, me sentía responsable de él; no debí haber hecho lo que hice. Hay cosas que no se pueden decir, nunca, y está bien así. Pero cometí el error de darle aliento a algo que, en realidad, no valía ni ha valido nunca gran cosa. Ahora quizá Ernie esté preocupado por mí, porque me vio llorar en su patio de luces mientras me fumaba dos cigarrillos seguidos. Supongo que creíamos entendernos más de lo que nos entendíamos, y así avanzamos por un camino que solo consistía en puertas y más puertas que se cerraban. Le dije a Ernie que siempre me preguntaría qué podría haber pasado si… pero quizá no sea cierto. Quizá me guste haberme muerto un poco por dentro y quizá me guste lo que soy ahora. Pero creo que no lo habría entendido. Con Ernie siempre tenía que usar palabras específicas: Ernie-términos, Ernie-verbos, Ernie-sentimentalismos. Algunas personas funcionan mejor así, como un coche que admite un tipo de combustible y no otro. Si yo le hubiera hablado con la franqueza que tengo conmigo misma, con otras expresiones y otra luz y otra saturación, Ernie no sería Ernie y yo no sería yo. Si cuando, en la soledad de la cocina, me pregunté sobre la levedad y la pérdida hubiera tenido miedo –es decir, si mi miedo fuera realmente el miedo a la pérdida- habría corrido a su cama y me hubiera refugiado allí durante veinticuatro horas. Pero no lo hice, porque no había nada que echar de menos. Porque fue la levedad la que me hizo llorar.

Pip me acompañó hasta el portal y esperó mientras llamaba. El viejo Pip, que iba a ir a buscarme a la salida de clase; Pip, que se preocupa por mí. Pensé en eso durante cuatro pisos de escaleras de madera desvencijadas y un pasillo estrecho. Al llegar tiré mis cosas a los pies de la cama, como siempre hago, robé un cigarrillo de la estantería y me coloqué al lado de la ventana. Es lo único que me gusta de ese sitio, el ventanal con su pintura blanca rota y su barandilla. Pasé la mano sobre las cicatrices de la madera, despacio; lo hacía siempre, por si cada vez era la última. Por si no volvía a asomarme desde allí a ver los edificios y la gente pasando. Cómo me gusta esa ventana. Tiré la colilla mientras me lo repetía: “cómo me gusta esta ventana”. Después me senté al borde de la cama y me saqué las botas. Si volvía una y otra vez allí, a esa habitación con esa ventana, era porque me hacía sentir intocable. Allí dentro no entraba nada, nada salía. Alto el fuego; yo no era tan de esa manera y sí más de aquella otra. Me gustaba ir porque no me exigían palabras ni sentimientos, solo yo al borde de la cama. Ni un solo “¿En qué piensas?”. Ernie solía hacerlo, ¡y yo lo detestaba! Nunca pareció comprender que huía de explicar lo que no necesita explicación. Por eso, tomé la costumbre de ir y venir y de acabar recalando siempre en esa casa, a quitarme las botas y robar cigarrillos para fumármelos después en la ventana que me gustaba tanto.

La tarde se me fue deshilachando entre las manos, minuto a minuto, hasta que me olvidé por completo de que había llorado. Envuelta entre mantas, sentada, con la cabeza alta y la mirada como un colibrí. Hice un cálculo rápido. Ernie se había quedado atrás, convertido en un punto lejano y cubierto de polvo. Yo existía aún, era más que suficiente. Mis órganos funcionaban, mi cuerpo conservaba todos sus miembros; notaba el calor, el frío, el tacto de la madera y de la lana. Parece estúpido, pero la verdad es que así me curé: bebiendo y chillando y sintiéndolo todo más de lo que debía. Pero se había terminado. El fin de alguna cosa. El fin del peso. Y el comienzo de lo leve.

Me levanté y me fumé otro cigarrillo. Mi primer impulso como criatura de la levedad fue inclinarme hacia él y darle un beso en la mejilla.

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