20110905

De cocinas y piedras catatónicas

Hubo un momento en el que pareció que el suelo cobraba relieve. Las baldosas se combaban hacia arriba, como un puñado de gatos pardos con el lomo arqueado. Alcé una ceja, después la otra. Mi cara todavía estaba allí, qué bien. Entonces me preguntó si quería un poco de té. Le dije que no; no me gusta el té.

Cada uno estaba sentado en un extremo de la mesa. Me había propuesto no moverme, por fervor estático o quién sabe qué chorrada. Miraba el suelo, que era lo que tenía delante; mi cuerpo parecía encontrarse a gusto, y no me molesté en variar su estado. Al lado de mi mano derecha, sobre la mesa, estaba mi viejo cepillo de dientes. ¿Qué estaba haciendo allí? Nota mental: guardar cepillos de dientes como vínculo fantasmagórico con gente de mi pasado. Oí la silla moverse y pasos hasta la pila; la taza estaba en el fregadero ahora.

-¿Puedo ofrecerte algo?

Gruñido vago.

-¿Quieres cepillarte los dientes?

Responder habría supuesto el desplazamiento de varios músculos. Después salió al corredor; oí sus pasos, oí agua corriendo. Volvió tras unos minutos:

-He dejado dentífrico en el baño. Para mañana.

Fascinante suelo, amor a la catatonia. Se acercó a mí y me acarició la cabeza. Amor a la catatonia, fascinante suelo.

-¿Sabes moverte por la casa, no?

Pregunta estúpida, después de casi dos años.

-Buenas noches.

Permanecí sentada bajo el neón epiléptico. Cansada, negándome el descanso, borracha aún, con la garganta seca. Recuerdo que, cosa curiosa, me esforzaba en no querer irme a la cama. Como si –menuda idiotez- el insomnio fuera una penitencia autoimpuesta. Ya eran las cinco y media, hacía rato que todos dormían. El silencio dormía, también. El paso marcial del reloj era lo único que atravesaba el sopor nocturno. Capas y capas de pesadez, como una cebolla lúgubre. Y yo intentando ponerme nostálgica. Supongo que estaba tratando de explicar cosas, amotinar otras contra el recuerdo, pero no me salía. Me di cuenta de que no había nada que echar en falta; cerré la puerta, tiré la llave a la hoguera. Mejor así. Empecé a ser consciente de que no había ningún espectro adherido a la memoria, ningún jirón entre los dedos, ninguna silueta dormida a la que acercarse en busca de calor. Simplemente, esa parte de mí se había borrado. O había ardido. Quizá fui yo quien le prendió fuego. Estaba sentada en esa silla desde donde todo era tan familiar sin ser capaz de sentir algo más que una piedra. Respiré hondo y me alegré de que eso, por lo menos ese pedazo podrido, se hubiera perdido en el caudal del tiempo. Me sentí más liviana y sonreí.

Finalmente me levanté para llenar mi taza de agua. La cocina parecía un poco un campo en la Luna, irreal y lechoso; sería por la luz, digo yo. La mesa abierta, manchada, mi cepillo de dientes y todo lo demás. Cogí el tabaco y salí a la terraza. En el patio no había apenas ruido; se respiraba quietud de mármol negro, como lluvia plomiza que atraviesa la carne. El cielo cubierto flotando en el hueco entre dos edificios, sus nubes rojizas de noche envenenada. Saqué medio cuerpo fuera, conté sombras, fumé despacio. Mis dedos se deslizaron por los rieles de aluminio. Estaba frío. Llenaba mi tacto de agujeros helados, me mantenía despierta.

No quise pensar en nada que no fuera permanecer en vigilia. Abrí más los ojos y expulsé el humo por la nariz, lentamente. Otra página emborronada en duermevela. Después de noches como aquellas, me hacía diminuta y desaparecía varias horas. Hasta que olvidaba lo que me pareciese oportuno para suplirlo por recuerdos más brillantes, de canto biselado; algo que no fuera a dejar otras marcas que las que yo eligiera. Mi capacidad de inventiva facilitaba en gran parte el proceso. Así, sabía que aquella noche terminaría adquiriendo significado cuasi-mitológico, un par de puntos legendarios que evocar con nostalgia. Mentiras, pero bueno. Cuando ya te has inventado tantas, todo límite se diluye. El mismo alcohol que desdibuja la belleza de lo grotesco es el que arrastra las esquirlas que se pierden. Es decir, las que quieres que se pierdan.

Entonces llegó el turno del enfado. Recordaba vagamente el boicot al que había sido sometida horas antes. No sé con quién me cabreé más, si con ellos o conmigo. Si con Jill y su mirada de advertencia, o con mi vagar desorientado, automático, tras el espejismo de un afecto que caduca en media hora. En fin, al final terminé gritándole a Jill, como tenía por costumbre, y ella se había enfadado. Ahora estaba durmiendo. Sabía que me disculparía con ella a la mañana siguiente y nadie se acordaría más del asunto. También sabía que Jill no lo aprobaba. Mi comportamiento, digo. Pero estaba preocupada por mí, y eso constituía su escudo; no puedes enfadarte con alguien que demuestra tanta preocupación. Se considera moralmente inaceptable.

Cuando terminé el maldito cigarrillo, consideré muy seriamente suspender mi penitencia. Al día siguiente me tocaba madrugar, y ya eran las seis de la mañana. Me quedaban tres horas de sueño potenciales, de las que aprovecharía dos, o probablemente una y media. Cuando no estoy en casa jamás duermo bien. Como aquel otro día en el que los ruidos de la calle me mantuvieron despierta hasta bien entrado el amanecer. Seguramente esta noche sería mejor que aquella. Tenía la certeza de que nadie iba a ir a abrazarme, y de que no me iba a despertar sintiendo asco por ello. No por la situación, ni por la piel desnuda y tibia pegada a la mía, sino por ese gesto nocturno que era peor que una patada en plena cara. Constituía la mejor prueba de que era preferible morirse solo, bien lejos del cinismo afectuoso y de aquellos que lo profesan.

Cerré la ventana y apagué la luz. La oscuridad del pasillo era prácticamente tangible, pero conocía bien la posición de cada puerta y recoveco de la casa. Entré de puntillas en la habitación, me desnudé y me acosté al lado de Jill justo cuando empezaba a amanecer sobre el lomo dentado de esta ciudad de agua.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este es sencillamente alucinante.
¡Joder, Sara! ¡Eres una fucking crack, coño!