20110629

Roundabout

I guess I used to spend my lifetime drawing lines
straight
alive
breathless
-in a roundabout way-
across the dusty, tired ground.
I guess I used to understand
while going around in my own personal roundabout.
T'was all. T'was mine. I didn't need empty bottles or
everlasting nights.
Then I dreamed about a snake that bit me. It hurt. But I healed myself in silence
just turning.
I felt sick, fair lights around me
thinking about that last day on the sand, drunk
thoughts -my own personal roundabout;
full of colours, shades, old-fashioned tunes, looking glasses. Reflections
as sharp as nails going across the waste land.
T'was all. T'was mine. My own personal beautiful
mess.
I threw you away, Last Chance. Fuck off. Go away.
Leave me alone, all of you. I've never needed anything more than
my own personal roundabout.

20110627

Por amor al arte

Por amor al arte tengo que plastificarte
-créeme, lo lamento profundamente-
pero consuélate sabiendo que es todo parte
de un complicado proceso existencialista
para demostrar(me) ausencia y falta de tacto.
Pero antes, ¡fuera lo viejo y lo corrupto! Adiós
a las impresiones de luz sobre tu pelo desordenado;
que desaparezcan nuestras decrépitas virtudes
temblando de frío y olvido, de arena y de cenizas
y de todo lo que ha sido hecho para desvanecerse.
Y ahora, antes de irme –lo siento de veras- debo plastificarte.
Recuerda que es un favor que te hago, y que es todo alma y corazón,
y sangre; acuérdate de que hacemos esto por amor,
por amor al arte.

20110621

I'd swear th'was the place. So here I am: staring at the face of Nowhere.

Human being implies
to be.
That's so annoying.

I like writing in a language
that is not mine. It reminds me
nothing should be.

Samuel Beckett made it, and then
he wrote En attendant Godot.
Good for him. I've always loved that play (and Vladimir and Estragon)

I'm feeling anxious today. My hands
are trembling
while I write these words.

It's the same as when I sat
below my window and smoked. T'was summer.
The city lights were wobbling, too.

Now it's summer once again. I still
smoke below the window. I can see the
whole town, and the river in front of me.

There's always a season, and a window
and a couple of smokes waiting for me.
I've always taken it for granted - and that's how it is.

But it also reminds me I do not take it all
done - it's time, it's high time to
forget how to be and become nothing.

I wanna be no more and mix myself with the
whole town, the river, the window and
my couple of cigarettes.

I wanna become the smoke,
feel like smoke and the wobbling city lights
and disappear.

They won't find me.

20110620

Voilà!

¡He tenido una idea! ¡Tengo una jodida idea!
Es mía, canto y bailo: mía, mía, mía.
Os lo escribo en verso porque estoy contenta
y porque así es todo más artístico
y porque no conozco ningún motivo que
no me permita expresar mi alegría en el noble arte de Homero.
(Estoy contenta y soy pedante, ¿qué más se le puede pedir
a la vida?)
Ahora volveré un rato a Víctor Hugo, y después a mi café
y luego pienso abrir la libreta, estirar con cuidado
cada hoja, cada esquina doblada
y entonces desvirgaré a mi idea, y me
la follaré tan fuerte que la partiré en dos.
Cuando termine, recogeré los pedazos y me los comeré, o
me los colgaré de la cabeza para que todo el mundo la vea.
¡Mía, mía, mía!
Y me alejaré cantando y bailando calle abajo, mientras
el sol se pone y yo le escupo a la cara, y le acierto
sólo porque hoy he tenido una idea.

20110619

De habitaciones y noches en vela

Confieso que me miré de reojo en el espejo durante un rato en mi bar favorito para esconderme. Echando cuentas, cada vez que he necesitado un trago barato y sentirme deseada a los ojos de cualquier capullo de usar y tirar, he venido aquí. La música es buena y el camarero tiene unas piernas que me gustan. Además, la sensación de que nadie te conoce es impagable. Me siento como si me hubiera puesto la tarnkappe, o como si me hubiera hecho diminuta y transparente. Juego a hundir los hielos en el vaso con la pajita, pago y me voy a casa. Qué bendición.
Como decía, me miré al espejo evaluando el resultado de una noche poco convencional y una tarde de resaca menos convencional incluso. Soplé hacia arriba y mi nueva mecha morada se movió. Me dediqué una mueca y volví toda mi atención al vaso. Hasta que alguien atravesó la fina cortina del dulce aislamiento:
-¿En qué habitación estás ahora?
-¿Que en qué...? Venga ya, no pienso contestarte a eso.
Se ríe y me tira del brazo.
-¡Venga, venga! Yo creo que sé cuál es.
-Probablemente estés a punto de acertar -contesto, y bebo un trago-. Pero bueno, ¿cuál piensas que podría ser?
-Veamos -se echa el pelo hacia atrás y comienza a enumerar-: podría ser la pequeña habitación de las chorradas, ésa en la que guardas todo lo que dices que harás y nunca haces. Podría ser la habitación de "los estudios son lo primero"; podría ser la habitación de la música, llena de canciones y canciones... También está la habitación de los libros, y la de los ex novios -eso me hace reír, me los imagino a todos hablando al mismo tiempo; no puedo concebir un grupo más heterogéneo-, y ¡cómo olvidar la habitación de la pedantería!
-Creo que es mi favorita -le contesto riendo.
-También...
-Me queda claro -corto la frase, bebo y ella me lanza una mirada que no me gusta demasiado.
-Vas a decirlo en voz alta. Vas a aprender a reconocerlo.
-Ni de guasa, Pianocat.
-¡Vamos!
Me coloco el cuello de la camisa muy dignamente, miro el reloj y luego, la puerta. Acaban de entrar un par de chicas que dinamitan mi concepto de la estética. Después, me vuelvo hacia la barra, mi vaso y la confesión irresoluta.
-Chasco -contesto, finalmente-. Estaba en la habitación de la pedantería.
Nos reímos, y le pido al camarero una canción de Faith No More; pero al cabo de un rato suena The Cure, y no puedo estar más de acuerdo. Cantamos y bailamos, y yo pienso en mis habitaciones. Pondría otra para los planes descabellados, otra para los conciertos memorables, otra para la vida tras la resaca; otra tendría una inmensa foto suya en el primer concierto, con la camisa blanca y la guitarra, y la luz humeante y azulada que nos asfixiaba en medio noviembre, a oscuras en un antro donde aprendí a llorar. Y sé en qué habitación estoy ahora, y sé que eso me distrae y me da sueño, y hambre, y miedo. Pero lo espanto con la punta de la nariz, y se aleja deshaciéndose por la rendija de la puerta.
Hay una habitación que me asusta increíblemente; lucho contra ella cada día, y cada vez tengo la sensación de rodar cuesta abajo hacia un mar sin fondo, un mar de peces grises que no brillan jamás, sin sal y sin fuerzas y sin el bramido de la furia en su lecho. En esa habitación he colgado en medio de ceremonias a medio gas los retratos de Albert, Ernie, Tommy, Charlie, Hank, Jackie. Entro de puntillas y saco brillo a los marcos negros, limpio los cristales con piedad y al final me siento en el suelo, a pensar, en medio de esa inmensa habitación que lo ocupa todo. Normalmente me aterroriza pasar tiempo en ella, porque está llena de relojes y calendarios, mil y un impulsos del tiempo saltando por la ventana. Casi puedo ver al pequeño conejo blanco brincando de esquina en esquina, agitando el reloj y gritando que se hace tarde.
Se hace tarde.

20110616

Goddammit!

-¿Crisis, qué crisis?

Me dediqué a revolver frenéticamente el café, disolviendo con cuidado los pedazos de azucarillo que se desprendían. Maga me observaba desde lo alto de sus gafas negras:

-No sé por qué montas ese escándalo. Estamos en crisis y esto es un concilio.

-Venga ya, no hemos tenido una crisis en años. La edad te vuelve paranoica.

-No me digas… -murmuró, contrariada. Cogió su bolso del suelo y sacó algo que no pude ver; algo que golpeó la mesa haciendo un ruido de mil demonios. Mi taza saltó de su plato, desbordándose. El camarero tras la barra nos echó una mirada fulminante.

-Bueno, tranquilízate, ¿quieres? –le susurré bajando la cabeza.

Después me di cuenta de qué era lo que había arrojado en la mesa.

-Joder –exclamé-, tenías razón, estamos en crisis.

Era la libreta verde.

-Y bien –añadí tras un rato de silencio-, ¿qué pasa esta vez?

-Nos hemos quedado sin tema –fue toda su respuesta.

Me reí, nervioso:

-Maga, sabes que eso es imposible. Quiero decir, hay como mil millones de cosas de las que hablar. La gente nunca se queda sin cosas de las que hablar. Otra cosa es que no sepan cómo contarlas…

Pero ella no me contestó nada. Seguí adelante, más envalentonado:

-Tenemos el pasado. Tenemos el presente. Tenemos la ficción, y tenemos una combinación de los tres. Creo que lo estás magnificando.

-H. –Maga se revolvió en la silla y comenzó a jugar con su servilleta-, somos incapaces de prolongar una conversación que mantenga un mínimo de sentido. Apenas están formadas por frases telegráficas. No existe un contenido profundo en lo que decimos; no hay metafísica, no hay algo sugerido tras la denotación. A esto súmale varios años de retraso en la Obra Magna, y veremos.

No le dije nada, pero noté cierto escalofrío en el cuello. De los que preceden a la aceptación de una verdad muy grande y muy fea, vaya. Aún así, hice mi último intento:

-Todavía tenemos a Fígaro –Maga rehuyó mis ojos-. Todavía tenemos a Fígaro, ¿no? -insistí.

Maga se ajustó las gafas sobre la nariz y miró fuera, por la ventana.

-No tenemos una puta mierda.

20110612

De H.

Plantea usted mal el problema. No es una cuestión de vocabulario: es una cuestión de tiempo.
La Peste, Albert Camus



No sé en qué pensaba, Maga, cuando te pedí que te marcharas. Maga, ayer lo vi demasiado claro, tanto que tuve miedo. Creí que tú sabrías comprenderlo y te busqué por la noche. Recorrí las venas de la ciudad pálida y canté tu nombre a la entrada de las callejas que te cobijan. A veces me pareció verte dormida sobre la barra; me giraba y decía "ése es su pelo, ésa su blusa, ése el refugio". Pero otra vez me lo volví a imaginar.
Maga, la noche fue buena. Fue un alivio que esa gente no me conociera, y su indiferencia lavó el naufragio de mi rostro como un bálsamo. Después los olvidaré, y ellos a mí; eso me hace feliz. Cuando me di cuenta tenía a la madrugada acurrucada en mi cuello, con su ronroneo suave de amante satisfecha que jamás rinde cuentas. No bebí solo, y eso me entristeció en parte. Pero entonces recordé que ellos no van a volver, y me alegré de nuevo. Tampoco ella va a volver otra noche a mis brazos, Maga; apenas recuerdo cómo fue besarla o cuál era su olor, porque enseguida se marchó y yo le di las gracias. Ya no tendré que verla jamás, Maga, porque ni siquiera recuerdo su aspecto. Creo que era convencional, un tramo más de asfalto oscuro en la carretera de Ningún Lugar. Y por eso ahora no tengo miedo.
Después me fui a casa, Maga, todavía embriagado y dando tumbos. Me desnudé y caí sin fuerzas sobre la cama, con la tela fría en mis ojos como una mortaja de malos sueños. A la mañana siguiente desperté más temprano de lo habitual; enseguida sentí la punzada de la vergüenza en las manos, mi dolor característico en los días de resaca. Me levanté con la cabeza dando vueltas, y en el pasillo mis pies se enredaron con la alfombra. Entré al baño con la luz apagada y vomité toda mi culpa. Me saltaron las lágrimas contra mi voluntad, mi estómago se contrajo y las rodillas me flaquearon un momento. Me quedé quieto, de rodillas, como una estampa piadosa. Soy el mártir de los que no tienen nada de lo que quejarse. Soy la cabeza de un organismo podrido que se divierte en nadar entre mierda, que lo escupe hacia arriba y lo convierte en un estandarte de su propia miseria. Después, Maga, me levanté y me lavé la cara. Al final conseguí mirarme en el espejo, Maga, pero mi rostro no es ya ése que tú recuerdas. Mis ojos, Maga, mis ojos que lo eran todo se han hundido. Creo haberlos olvidado la otra noche; quizá se ahogaron en la playa, quién sabe si entre arena o sal. Sabes que el resto no me importa. Nariz, boca, pómulos, frente, cejas y demás accesorios siguen donde siempre; quizá la única diferencia son las arrugas, mitad ceniza y mitad desgana, que se hacen más profundas cuando frunzo el ceño. Mis ojeras se han vuelto intensas, más negras y amenazantes de lo que tú recuerdas. Pero sabes que lo único que me importa son mis ojos, y los he perdido. Al fin, qué victoria para aquellos rebeldes acartonados que me pagan las copas el fin de semana.
Maga, ayer por la noche vi demasiado claro, y demasiado lejos. Hubo un momento en el que apoyé el vaso sobre la barra, miré a mi alrededor y lo noté. Sabes a qué me refiero, ¿verdad? Claro que sí, tú estás hecha de madera y sangre, ves lo mismo que yo veo. Maga, yo no sé nada del ser humano, y me aproximo a él con mi cuaderno de notas como lo haría un científico estudiando un nuevo y fascinante insecto.
Maga, me he condenado a la deriva en cada bar, y escribir es lo que queda al final de la partida.

20110609

El pez dorado, genio y figura

A Lady Laula Pianocat, con todos mis muchos y variopintos afectos


El gran pez de oro y yo, frente a frente.

Contemplación casual, pero vívida. El pez

es un ejemplar hermoso, que toca el piano

mientras me observa atentamente

con sus brillos cóncavos rodeándolo como un manto,

una corona de rocío, una alfombra de algas pálidas

en la sala de música.

¡Qué pez tan singular! Es digno de admiración;

cada ser humano debería rendirle tributo.

Agita noblemente sus escamas sobre el terciopelo del escabel

cuando pulsa las teclas. Yo no puedo menos

que sorprenderme y exclamar: ¡qué pez! ¡Qué pez!

Pocos peces hay que toquen el piano; en cambio, este hermoso

ejemplar dorado es un gran intérprete.

Euterpe ha debido de ceñirle en sueños los divinos jirones

de la locura. Este pescado, señores, es un genio.

Lo serviré en una gran fuente de plata, con guarnición de patatas

y un chorro de limón, y otro de aceite:

perpetuaré al genio para siempre, en mi estómago.



PD: todo esto, realmente, viene a cuento de Claude Debussy y sus trabajos para piano.

20110606

Vacíos

Un poco como cuando te pide que te vayas

O te has puesto a escribir, y ya es tarde y todo está en silencio

O de repente estás sola y sin un duro a las cuatro de la mañana.

20110604

De otras ficciones humanas

La intimidad nos cogió completamente desprevenidos. Nadie más que ella estaba allí cuando llegué; unos llegaban tarde, otros no llegarían jamás. Acepté su presencia con una sonrisa muy amable, no fuera a ser que viera como se me erizaban los nervios en la nuca. Menudo panorama.

Echamos a andar sin una idea exacta sobre nuestro destino. Sugirió vagamente varias opciones, entre las que una destartalada tetería en la zona vieja de la ciudad me pareció la más agradable. Aunque no hacía frío, el día se sentía plomizo y perezoso, con un arrastrar de nubes sobre los tejados y el viento levantándose de cuando en cuando. La verdad, estaba más ocupado pensando en la climatología y el aspecto de la ciudad que en nuestro educado intercambio de banalidades y preguntas frecuentes. No parecía que fuera a llover, pero a veces el tiempo da esas sorpresas. Caminábamos por el borde de la playa, y yo observaba cómo el mar apagado apenas recibía luz para lanzar destellos. El atardecer pasaría sin pena ni gloria; cuando el sol no brilla con fuerza, los colores están tan mezclados que ninguno destaca. Lo cierto es que el panorama se perfilaba tan poco interesante como otras veces: algún claro súbito aquí o allá, el mar grisáceo y sin aliento, esa gaviota que siempre cruza el fondo de la postal.

La charla ligera, de la que no recuerdo absolutamente nada destacable, nos depositó a la entrada del local. Había estado otras veces, con Maga, pero no iba allí con frecuencia. Apenas había un par de personas, ambas sentadas en la barra. Atravesamos el piso de abajo y subimos las escaleras del altillo. Me gustaba mucho ese condenado altillo; los sofás eran requeteviejos, con el aspecto de haber sido rescatados del naufragio de algún contenedor. También había sillas blancas y desastradas, con desconchados en el barniz; una mesita de mimbre con revistas apiladas y huellas de café seco y pegajoso, otra mesa, más alta, debajo de la que dormitaba normalmente un enorme perro labrador, lámparas de pie, carteles de películas antiguas y una ventana que daba a un callejón en el que nunca ocurría nada interesante. Yo me senté en el sofá, y ella se sentó en una silla. Nos quedamos mudos de repente. Parecía un poco incómoda: se revolvió en el asiento, sacó el móvil y miró la hora, se rascó la nariz, se arregló el pelo, se colocó las pulseras, se alisó la falda de fruncido inalterable. A mí todo eso me divertía un poco, secretamente. Encontraba gracioso ser la causa de su incomodidad, y en el fondo deseaba incordiarla todavía más. Entonces llegó la camarera, y el ambiente tragó una bocanada de aire fresco.

-Café. Solo. Con un terrón de azúcar.

-Un té de canela, por favor –fantástica sonrisa de “soy-la-reina-de-las-relaciones-públicas”-. Con dos terrones.

Pero la máscara de divinidad enseguida perdió fuelle, y se encontró de nuevo un poco perdida. Joder, qué tía tan sosa, recuerdo haber pensado. Tan callada y tan banal cuando no lo está. Sí, mejor que no diga nada más. Eché la cabeza hacia atrás y contemplé el techo. Es una costumbre que permanece inalterable desde mi niñez. Encuentro los techos realmente interesantes: es un lugar poco frecuentado por la vista, y a veces esconde secretos fascinantes. Por desgracia, suele interpretarse como un gesto de indiferencia o pasotismo, y creo que así lo captó mi acompañante:

-Eh –mirada de pocos amigos en ristre-, ya sé que no tengo mucha conversación, pero no hace falta que te quedes ahí pasmando.

-Lo lamento –dije, y rápidamente me concentré en otros detalles de la estancia. Enseguida mi atención quedó completamente enjaulada en manos del relleno amarillo que se escapaba de un agujero del sofá; después, paseé un rato sobre el bordado del cobertor, salpicado de cestas de flores deslustradas y pequeños rotos.

Dejó escapar un bufido de incomodidad. Vale, confieso que me reí para mis adentros de sus escasos talentos sociales, pero realmente encontraba toda esa situación la mar de entretenida. Mientras decidía mi siguiente estrategia, sonó su móvil. Un tono de llamada espantoso, qué quieren que les diga.

-¿Diga…? ¡Jo, tía, al fin! Creía que ya te habías olvidado de mí. Mira que eres tardona, ¿eh? Estoy con H. en la tetería… no, ésa no, en la Madame Germain. ¡Venga, apura!

Damn it, pensé. ¿Eso es un triunfo? ¿Y cuál de sus amigas será? Siempre puedo procurar picar a las dos a la vez, si la otra es tan estúpida… Pero ahora me encuentro en inferioridad numérica. Necesito refuerzos.

Llegó al cabo de unos diez minutos, y vino sola. Les juro que me dio un brinco el corazón de pura alegría: era Therese, Therese VI la Fantástica, no una de las idiotas que suelen formar su cortejo. La vida a veces ofrece misterios inexplicables. ¿Por qué alguien como Therese se había hecho amiga de semejante tonta de capirote? Quién sabe. Pero en este caso me beneficiaba, así que me relamí de curiosidad. Los siguientes minutos podrían ser muy entretenidos.

Saludó a su amiga primero; abrazos y estrujones, y un intento por conducirla a la silla a su derecha. Pero Therese me vio, y se acercó a mí con una amplia sonrisa de interés. Le presenté mis respetos, y decidió sentarse conmigo en el sofá. Primer tanto para mí. Estúpida-número-uno se revolivó de nuevo en la silla.

El cotorreo invadió el altillo a la velocidad del rayo. Estúpida-número-uno pasó a narrar todos y cada uno de los eventos de la última semana, comenzando por una discusión con su novio y terminando con la tardanza de los que aún no han aparecido. Fue lo bastante educada como para evitar añadir un sonoro “¡Este imbécil me está amargando la tarde!”. Therese escuchó amablemente las quejas, introduciendo hábilmente movimientos de cabeza, interjecciones y otras expresiones fáticas. Tras semejante monólogo, Estúpida-número-uno decidió que era hora de ir al baño, y le pidió a Therese que vigilara sus cosas; a esto añadió una fugaz mirada de desagrado hacia mi persona. ¿Realmente esa foca ártica creía que iba a saltar sobre su bolso y saquearlo en cuanto me dejara solo? ¿Para robarle su BlackBerry rosa o su barra de labios de MaxFactor? En fin, al menos se fue y nos dejó solos. Therese me dedicó una de sus célebres sonrisas de medio lado y un suspiro ahogado de resignación. Me preguntó por mi vida, pero mostrando interés, no por simple cortesía. Enseguida nos enfrascamos en una de nuestras conversaciones interminables sobre cine. Ambos somos fans confesos de Marcello Mastroianni, y nos divertimos viendo películas de serie B de los años ’50. Mientras tanto, le habían traído su café, y aprovechamos para bromear sobre la eficiencia del servicio en ese miserable cuchitril. Therese miró a su alrededor complacida; era evidente que el sitio le gustaba. Antes de que Estúpida-número-uno volviera, le propuse tomar un café allí mismo otro día, “en algún momento en el que la conversación inteligente no se vea amenazada”, añadí. Se rió con picardía, y me advirtió con las cejas de que Estúpida-número-uno estaba subiendo por las escaleras del altillo. En vez de volver a su silla, se sentó entre Therese y yo en el sofá. Doble triunfo por parte de esa zorra: me había echado de su campo de visión y había logrado monopolizar la atención de Therese. Pero esto no puede quedar así, me digo, y comencé a hacer muecas, oculto tras la sólida cortina de sonido que formaba su cháchara. Therese apenas podía contener la risa; Estúpida-número-uno se estaba oliendo algo, y en un momento dado se giró bruscamente a mirarme; pero yo estaba absorto en mi actividad favorita, contemplar el techo. Trrring, su horrible móvil sonó por segunda vez en la tarde. Cogió el bolso con una cara de mosqueo increíble y salió del local para hablar. Probablemente para poder ponerme verde sin que yo estuviera delante.

Therese soltó una enorme carcajada, y yo otra. La velada estaba resultando divertida, aunque ojalá, pensaba yo, ojalá pudiéramos escaparnos de ella. Quizá cuando volviera a ir al baño podríamos irnos rápidamente. Pero claro, Therese era amiga suya, a fin de cuentas: sabía que podría irme cuando quisiera, pero no creía que Therese estuviera dispuesto a seguirme.

-Oye, H. –joder, ¿me leía la mente? Impresionante-, ¿qué te parece si nos escapamos?

-Me parece lo más sensato que nadie ha pronunciado en voz alta esta tarde –pero qué suerte tengo, qué suerte tengo-, ¿pero qué hacemos con Lady Cancerbero en la puerta? Estará encantada de perderme de vista, pero a ti no te dejará irte. O se vendrá con nosotros, solo para fastidiar.

Therese me miró con un plan astuto asomando bajo las cejas. Hizo un leve gesto hacia atrás: concretamente, hacia la ventanita que daba al callejón en el que nunca pasa nada interesante. Dios mío, tuve ganas de besarla. Era jodidamente inteligente por su parte. La ventana era lo suficientemente amplia y además, no estaba muy alta, ni siquiera estábamos en un primero. Miré hacia la puerta: ni rastro de la camarera, solo un viejo cabizbajo sobre su periódico en la barra. Estúpida-número-uno hablaba fuera por el móvil, sin imaginarse nuestras maquinaciones.

El pestillo estaba un poco duro, pero conseguimos abrirlo sin dificultad. Me ofrecí a saltar primero y recogerla cuando cayera, pero se me adelantó. Enseguida, el sonido de los pies chocando contra el pavimento, y un gesto de Therese. Todo va bien. Eché un último vistazo hacia atrás y salté. La trompeta de Miles Davis nos dijo adiós desde la ventana entreabierta: Bye bye, Blackbird. Corrimos por la calle antes de que Estúpida-número-uno nos encontrara. Al doblar la esquina me paré en seco, y Therese conmigo. Nos miramos en un segundo congelado, en una pantalla de restos de luces, en una corona de flores de mayo.

-Nos hemos olvidado de pagar los cafés…

La carcajada y nuestros pasos sobre el pavimento nos persiguieron cuesta abajo, hacia el corazón de la madrugada. Después de todo, parecía que esa noche no iba a llover.