20110619

De habitaciones y noches en vela

Confieso que me miré de reojo en el espejo durante un rato en mi bar favorito para esconderme. Echando cuentas, cada vez que he necesitado un trago barato y sentirme deseada a los ojos de cualquier capullo de usar y tirar, he venido aquí. La música es buena y el camarero tiene unas piernas que me gustan. Además, la sensación de que nadie te conoce es impagable. Me siento como si me hubiera puesto la tarnkappe, o como si me hubiera hecho diminuta y transparente. Juego a hundir los hielos en el vaso con la pajita, pago y me voy a casa. Qué bendición.
Como decía, me miré al espejo evaluando el resultado de una noche poco convencional y una tarde de resaca menos convencional incluso. Soplé hacia arriba y mi nueva mecha morada se movió. Me dediqué una mueca y volví toda mi atención al vaso. Hasta que alguien atravesó la fina cortina del dulce aislamiento:
-¿En qué habitación estás ahora?
-¿Que en qué...? Venga ya, no pienso contestarte a eso.
Se ríe y me tira del brazo.
-¡Venga, venga! Yo creo que sé cuál es.
-Probablemente estés a punto de acertar -contesto, y bebo un trago-. Pero bueno, ¿cuál piensas que podría ser?
-Veamos -se echa el pelo hacia atrás y comienza a enumerar-: podría ser la pequeña habitación de las chorradas, ésa en la que guardas todo lo que dices que harás y nunca haces. Podría ser la habitación de "los estudios son lo primero"; podría ser la habitación de la música, llena de canciones y canciones... También está la habitación de los libros, y la de los ex novios -eso me hace reír, me los imagino a todos hablando al mismo tiempo; no puedo concebir un grupo más heterogéneo-, y ¡cómo olvidar la habitación de la pedantería!
-Creo que es mi favorita -le contesto riendo.
-También...
-Me queda claro -corto la frase, bebo y ella me lanza una mirada que no me gusta demasiado.
-Vas a decirlo en voz alta. Vas a aprender a reconocerlo.
-Ni de guasa, Pianocat.
-¡Vamos!
Me coloco el cuello de la camisa muy dignamente, miro el reloj y luego, la puerta. Acaban de entrar un par de chicas que dinamitan mi concepto de la estética. Después, me vuelvo hacia la barra, mi vaso y la confesión irresoluta.
-Chasco -contesto, finalmente-. Estaba en la habitación de la pedantería.
Nos reímos, y le pido al camarero una canción de Faith No More; pero al cabo de un rato suena The Cure, y no puedo estar más de acuerdo. Cantamos y bailamos, y yo pienso en mis habitaciones. Pondría otra para los planes descabellados, otra para los conciertos memorables, otra para la vida tras la resaca; otra tendría una inmensa foto suya en el primer concierto, con la camisa blanca y la guitarra, y la luz humeante y azulada que nos asfixiaba en medio noviembre, a oscuras en un antro donde aprendí a llorar. Y sé en qué habitación estoy ahora, y sé que eso me distrae y me da sueño, y hambre, y miedo. Pero lo espanto con la punta de la nariz, y se aleja deshaciéndose por la rendija de la puerta.
Hay una habitación que me asusta increíblemente; lucho contra ella cada día, y cada vez tengo la sensación de rodar cuesta abajo hacia un mar sin fondo, un mar de peces grises que no brillan jamás, sin sal y sin fuerzas y sin el bramido de la furia en su lecho. En esa habitación he colgado en medio de ceremonias a medio gas los retratos de Albert, Ernie, Tommy, Charlie, Hank, Jackie. Entro de puntillas y saco brillo a los marcos negros, limpio los cristales con piedad y al final me siento en el suelo, a pensar, en medio de esa inmensa habitación que lo ocupa todo. Normalmente me aterroriza pasar tiempo en ella, porque está llena de relojes y calendarios, mil y un impulsos del tiempo saltando por la ventana. Casi puedo ver al pequeño conejo blanco brincando de esquina en esquina, agitando el reloj y gritando que se hace tarde.
Se hace tarde.

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