Confieso que me miré de reojo en el espejo durante un rato en mi bar favorito para esconderme. Echando cuentas, cada vez que he necesitado un trago barato y sentirme deseada a los ojos de cualquier capullo de usar y tirar, he venido aquí. La música es buena y el camarero tiene unas piernas que me gustan. Además, la sensación de que nadie te conoce es impagable. Me siento como si me hubiera puesto la tarnkappe, o como si me hubiera hecho diminuta y transparente. Juego a hundir los hielos en el vaso con la pajita, pago y me voy a casa. Qué bendición.
Como decía, me miré al espejo evaluando el resultado de una noche poco convencional y una tarde de resaca menos convencional incluso. Soplé hacia arriba y mi nueva mecha morada se movió. Me dediqué una mueca y volví toda mi atención al vaso. Hasta que alguien atravesó la fina cortina del dulce aislamiento:
-¿En qué habitación estás ahora?
-¿Que en qué...? Venga ya, no pienso contestarte a eso.
Se ríe y me tira del brazo.
-¡Venga, venga! Yo creo que sé cuál es.
-Probablemente estés a punto de acertar -contesto, y bebo un trago-. Pero bueno, ¿cuál piensas que podría ser?
-Veamos -se echa el pelo hacia atrás y comienza a enumerar-: podría ser la pequeña habitación de las chorradas, ésa en la que guardas todo lo que dices que harás y nunca haces. Podría ser la habitación de "los estudios son lo primero"; podría ser la habitación de la música, llena de canciones y canciones... También está la habitación de los libros, y la de los ex novios -eso me hace reír, me los imagino a todos hablando al mismo tiempo; no puedo concebir un grupo más heterogéneo-, y ¡cómo olvidar la habitación de la pedantería!
-Creo que es mi favorita -le contesto riendo.
-También...
-Me queda claro -corto la frase, bebo y ella me lanza una mirada que no me gusta demasiado.
-Vas a decirlo en voz alta. Vas a aprender a reconocerlo.
-Ni de guasa, Pianocat.
-¡Vamos!
Me coloco el cuello de la camisa muy dignamente, miro el reloj y luego, la puerta. Acaban de entrar un par de chicas que dinamitan mi concepto de la estética. Después, me vuelvo hacia la barra, mi vaso y la confesión irresoluta.
-Chasco -contesto, finalmente-. Estaba en la habitación de la pedantería.
Nos reímos, y le pido al camarero una canción de Faith No More; pero al cabo de un rato suena The Cure, y no puedo estar más de acuerdo. Cantamos y bailamos, y yo pienso en mis habitaciones. Pondría otra para los planes descabellados, otra para los conciertos memorables, otra para la vida tras la resaca; otra tendría una inmensa foto suya en el primer concierto, con la camisa blanca y la guitarra, y la luz humeante y azulada que nos asfixiaba en medio noviembre, a oscuras en un antro donde aprendí a llorar. Y sé en qué habitación estoy ahora, y sé que eso me distrae y me da sueño, y hambre, y miedo. Pero lo espanto con la punta de la nariz, y se aleja deshaciéndose por la rendija de la puerta.
Hay una habitación que me asusta increíblemente; lucho contra ella cada día, y cada vez tengo la sensación de rodar cuesta abajo hacia un mar sin fondo, un mar de peces grises que no brillan jamás, sin sal y sin fuerzas y sin el bramido de la furia en su lecho. En esa habitación he colgado en medio de ceremonias a medio gas los retratos de Albert, Ernie, Tommy, Charlie, Hank, Jackie. Entro de puntillas y saco brillo a los marcos negros, limpio los cristales con piedad y al final me siento en el suelo, a pensar, en medio de esa inmensa habitación que lo ocupa todo. Normalmente me aterroriza pasar tiempo en ella, porque está llena de relojes y calendarios, mil y un impulsos del tiempo saltando por la ventana. Casi puedo ver al pequeño conejo blanco brincando de esquina en esquina, agitando el reloj y gritando que se hace tarde.
Se hace tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario