20110604

De otras ficciones humanas

La intimidad nos cogió completamente desprevenidos. Nadie más que ella estaba allí cuando llegué; unos llegaban tarde, otros no llegarían jamás. Acepté su presencia con una sonrisa muy amable, no fuera a ser que viera como se me erizaban los nervios en la nuca. Menudo panorama.

Echamos a andar sin una idea exacta sobre nuestro destino. Sugirió vagamente varias opciones, entre las que una destartalada tetería en la zona vieja de la ciudad me pareció la más agradable. Aunque no hacía frío, el día se sentía plomizo y perezoso, con un arrastrar de nubes sobre los tejados y el viento levantándose de cuando en cuando. La verdad, estaba más ocupado pensando en la climatología y el aspecto de la ciudad que en nuestro educado intercambio de banalidades y preguntas frecuentes. No parecía que fuera a llover, pero a veces el tiempo da esas sorpresas. Caminábamos por el borde de la playa, y yo observaba cómo el mar apagado apenas recibía luz para lanzar destellos. El atardecer pasaría sin pena ni gloria; cuando el sol no brilla con fuerza, los colores están tan mezclados que ninguno destaca. Lo cierto es que el panorama se perfilaba tan poco interesante como otras veces: algún claro súbito aquí o allá, el mar grisáceo y sin aliento, esa gaviota que siempre cruza el fondo de la postal.

La charla ligera, de la que no recuerdo absolutamente nada destacable, nos depositó a la entrada del local. Había estado otras veces, con Maga, pero no iba allí con frecuencia. Apenas había un par de personas, ambas sentadas en la barra. Atravesamos el piso de abajo y subimos las escaleras del altillo. Me gustaba mucho ese condenado altillo; los sofás eran requeteviejos, con el aspecto de haber sido rescatados del naufragio de algún contenedor. También había sillas blancas y desastradas, con desconchados en el barniz; una mesita de mimbre con revistas apiladas y huellas de café seco y pegajoso, otra mesa, más alta, debajo de la que dormitaba normalmente un enorme perro labrador, lámparas de pie, carteles de películas antiguas y una ventana que daba a un callejón en el que nunca ocurría nada interesante. Yo me senté en el sofá, y ella se sentó en una silla. Nos quedamos mudos de repente. Parecía un poco incómoda: se revolvió en el asiento, sacó el móvil y miró la hora, se rascó la nariz, se arregló el pelo, se colocó las pulseras, se alisó la falda de fruncido inalterable. A mí todo eso me divertía un poco, secretamente. Encontraba gracioso ser la causa de su incomodidad, y en el fondo deseaba incordiarla todavía más. Entonces llegó la camarera, y el ambiente tragó una bocanada de aire fresco.

-Café. Solo. Con un terrón de azúcar.

-Un té de canela, por favor –fantástica sonrisa de “soy-la-reina-de-las-relaciones-públicas”-. Con dos terrones.

Pero la máscara de divinidad enseguida perdió fuelle, y se encontró de nuevo un poco perdida. Joder, qué tía tan sosa, recuerdo haber pensado. Tan callada y tan banal cuando no lo está. Sí, mejor que no diga nada más. Eché la cabeza hacia atrás y contemplé el techo. Es una costumbre que permanece inalterable desde mi niñez. Encuentro los techos realmente interesantes: es un lugar poco frecuentado por la vista, y a veces esconde secretos fascinantes. Por desgracia, suele interpretarse como un gesto de indiferencia o pasotismo, y creo que así lo captó mi acompañante:

-Eh –mirada de pocos amigos en ristre-, ya sé que no tengo mucha conversación, pero no hace falta que te quedes ahí pasmando.

-Lo lamento –dije, y rápidamente me concentré en otros detalles de la estancia. Enseguida mi atención quedó completamente enjaulada en manos del relleno amarillo que se escapaba de un agujero del sofá; después, paseé un rato sobre el bordado del cobertor, salpicado de cestas de flores deslustradas y pequeños rotos.

Dejó escapar un bufido de incomodidad. Vale, confieso que me reí para mis adentros de sus escasos talentos sociales, pero realmente encontraba toda esa situación la mar de entretenida. Mientras decidía mi siguiente estrategia, sonó su móvil. Un tono de llamada espantoso, qué quieren que les diga.

-¿Diga…? ¡Jo, tía, al fin! Creía que ya te habías olvidado de mí. Mira que eres tardona, ¿eh? Estoy con H. en la tetería… no, ésa no, en la Madame Germain. ¡Venga, apura!

Damn it, pensé. ¿Eso es un triunfo? ¿Y cuál de sus amigas será? Siempre puedo procurar picar a las dos a la vez, si la otra es tan estúpida… Pero ahora me encuentro en inferioridad numérica. Necesito refuerzos.

Llegó al cabo de unos diez minutos, y vino sola. Les juro que me dio un brinco el corazón de pura alegría: era Therese, Therese VI la Fantástica, no una de las idiotas que suelen formar su cortejo. La vida a veces ofrece misterios inexplicables. ¿Por qué alguien como Therese se había hecho amiga de semejante tonta de capirote? Quién sabe. Pero en este caso me beneficiaba, así que me relamí de curiosidad. Los siguientes minutos podrían ser muy entretenidos.

Saludó a su amiga primero; abrazos y estrujones, y un intento por conducirla a la silla a su derecha. Pero Therese me vio, y se acercó a mí con una amplia sonrisa de interés. Le presenté mis respetos, y decidió sentarse conmigo en el sofá. Primer tanto para mí. Estúpida-número-uno se revolivó de nuevo en la silla.

El cotorreo invadió el altillo a la velocidad del rayo. Estúpida-número-uno pasó a narrar todos y cada uno de los eventos de la última semana, comenzando por una discusión con su novio y terminando con la tardanza de los que aún no han aparecido. Fue lo bastante educada como para evitar añadir un sonoro “¡Este imbécil me está amargando la tarde!”. Therese escuchó amablemente las quejas, introduciendo hábilmente movimientos de cabeza, interjecciones y otras expresiones fáticas. Tras semejante monólogo, Estúpida-número-uno decidió que era hora de ir al baño, y le pidió a Therese que vigilara sus cosas; a esto añadió una fugaz mirada de desagrado hacia mi persona. ¿Realmente esa foca ártica creía que iba a saltar sobre su bolso y saquearlo en cuanto me dejara solo? ¿Para robarle su BlackBerry rosa o su barra de labios de MaxFactor? En fin, al menos se fue y nos dejó solos. Therese me dedicó una de sus célebres sonrisas de medio lado y un suspiro ahogado de resignación. Me preguntó por mi vida, pero mostrando interés, no por simple cortesía. Enseguida nos enfrascamos en una de nuestras conversaciones interminables sobre cine. Ambos somos fans confesos de Marcello Mastroianni, y nos divertimos viendo películas de serie B de los años ’50. Mientras tanto, le habían traído su café, y aprovechamos para bromear sobre la eficiencia del servicio en ese miserable cuchitril. Therese miró a su alrededor complacida; era evidente que el sitio le gustaba. Antes de que Estúpida-número-uno volviera, le propuse tomar un café allí mismo otro día, “en algún momento en el que la conversación inteligente no se vea amenazada”, añadí. Se rió con picardía, y me advirtió con las cejas de que Estúpida-número-uno estaba subiendo por las escaleras del altillo. En vez de volver a su silla, se sentó entre Therese y yo en el sofá. Doble triunfo por parte de esa zorra: me había echado de su campo de visión y había logrado monopolizar la atención de Therese. Pero esto no puede quedar así, me digo, y comencé a hacer muecas, oculto tras la sólida cortina de sonido que formaba su cháchara. Therese apenas podía contener la risa; Estúpida-número-uno se estaba oliendo algo, y en un momento dado se giró bruscamente a mirarme; pero yo estaba absorto en mi actividad favorita, contemplar el techo. Trrring, su horrible móvil sonó por segunda vez en la tarde. Cogió el bolso con una cara de mosqueo increíble y salió del local para hablar. Probablemente para poder ponerme verde sin que yo estuviera delante.

Therese soltó una enorme carcajada, y yo otra. La velada estaba resultando divertida, aunque ojalá, pensaba yo, ojalá pudiéramos escaparnos de ella. Quizá cuando volviera a ir al baño podríamos irnos rápidamente. Pero claro, Therese era amiga suya, a fin de cuentas: sabía que podría irme cuando quisiera, pero no creía que Therese estuviera dispuesto a seguirme.

-Oye, H. –joder, ¿me leía la mente? Impresionante-, ¿qué te parece si nos escapamos?

-Me parece lo más sensato que nadie ha pronunciado en voz alta esta tarde –pero qué suerte tengo, qué suerte tengo-, ¿pero qué hacemos con Lady Cancerbero en la puerta? Estará encantada de perderme de vista, pero a ti no te dejará irte. O se vendrá con nosotros, solo para fastidiar.

Therese me miró con un plan astuto asomando bajo las cejas. Hizo un leve gesto hacia atrás: concretamente, hacia la ventanita que daba al callejón en el que nunca pasa nada interesante. Dios mío, tuve ganas de besarla. Era jodidamente inteligente por su parte. La ventana era lo suficientemente amplia y además, no estaba muy alta, ni siquiera estábamos en un primero. Miré hacia la puerta: ni rastro de la camarera, solo un viejo cabizbajo sobre su periódico en la barra. Estúpida-número-uno hablaba fuera por el móvil, sin imaginarse nuestras maquinaciones.

El pestillo estaba un poco duro, pero conseguimos abrirlo sin dificultad. Me ofrecí a saltar primero y recogerla cuando cayera, pero se me adelantó. Enseguida, el sonido de los pies chocando contra el pavimento, y un gesto de Therese. Todo va bien. Eché un último vistazo hacia atrás y salté. La trompeta de Miles Davis nos dijo adiós desde la ventana entreabierta: Bye bye, Blackbird. Corrimos por la calle antes de que Estúpida-número-uno nos encontrara. Al doblar la esquina me paré en seco, y Therese conmigo. Nos miramos en un segundo congelado, en una pantalla de restos de luces, en una corona de flores de mayo.

-Nos hemos olvidado de pagar los cafés…

La carcajada y nuestros pasos sobre el pavimento nos persiguieron cuesta abajo, hacia el corazón de la madrugada. Después de todo, parecía que esa noche no iba a llover.

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