Hoy por la mañana me desperté temprano. Mientras me duchaba, pensé en aquello un momento. Recuerdo que el agua estaba demasiado caliente, pero no me importó. Tenía los hombros quemados bajo el chorro. Me gustan mis hombros. Miré atentamente la piel cada vez más roja con la cabeza vacía. Como si no hubiera otra cosa en el mundo digna de mi atención; nada más que mi hombro derecho y el agua rebotando con fuerza sobre él.
Me envolví en el albornoz y bajé a prepararme un café. Creo que dejé un rastro de gotas tras mis pasos; fui hasta la cocina descalza, como de costumbre, y cogí el café y mi taza de los Beatles y una cucharilla. Esperé de pie al lado del microondas a que se calentara, y le eché dos cucharadas rasas de azúcar. Cogí zumo, galletas y mermelada de fresa, y me senté a desayunar pensando en alguna cosa. Repasé mentalmente la lista de libros pendientes, intentando recordar las recomendaciones de un amigo, y comí en silencio, conmigo misma.
Cuando terminé volví a mi habitación y me metí en la cama, con albornoz y el pelo mojado y todo. Cogí la pitillera y un mechero y encendí un cigarrillo. La ventana estaba abierta, y sonaba algo de Dave Brubeck, creo. Miré el humo y ya no pude ver nada más, solo figuras retorcidas que subían hacia el techo y se deshacían a medio camino. Me recosté más aún y clavé la vista en una esquina de la ventana. Supongo que era inevitable, pero volví a pensar en aquello. Aquello que me preocupaba. Tenía el pelo pegado a la cara y las gotas resbalaban por ella, caían sobre la sábana azul y la mojaban; parecía una gotera de ángeles que lloran. No como yo, que no sé llorar. Se me olvidó. Por muy triste que esté, no hay manera. La única vez estos últimos meses en la que lo conseguí fue aquel día que supe que se estaba muriendo. Lloré la tarde entera, sin tregua, y al final tenía los ojos hinchados y rojos, y algo se había roto; pero durante la noche volvió a coserse, y al día siguiente todo seguía igual. Pero bueno, no lloraba ya, ni siquiera por aquello que me preocupaba un poco. Quise concentrarme muy bien en eso, y analizarlo y diseccionarlo hasta el mismo corazón –como siempre hago. Pero me desconcentró el cambio de ritmo de la música. Luego terminé el cigarrillo. Lo aplasté contra el fondo de mi cenicero improvisado y salí de la cama. Me quité el albornoz empapado y permanecí un rato de pie ante el espejo, en contemplación abstracta de mi propia desnudez. Era otra persona la que me miraba desde el cristal; aquel cuerpo no era mío. Me miraba una completa desconocida que poco a poco se superpuso conmigo, hasta completar una misma figura, una réplica que había adelgazado en los últimos meses, que en el brazo derecho tenía un moratón de noches pasadas. Ahora sí era yo, y como no me gustaba volver a mí, me di la espalda y empecé a vestirme.
Pensé por último en metáforas de cenizas enterradas, en cosas muertas y golpes contra uno mismo. Sentí lástima por lo que me preocupaba y por el hecho de que hubiera elegido la muerte. Al final, dejé que aquello saliera flotando por la ventana abierta en busca de otro cielo más claro y liso que éste de la costa. Me senté en el borde de la cama y observé mis manos, despojadas de todo talento. De repente recordé un sueño que había tenido aquella misma noche, y tuve que sonreír. Quizá ustedes no entiendan cuándo se tiene que sonreír, porque no es igual para todos. Pero mi cara se estiró horizontalmente en una mueca identificada con la alegría y los sentimientos positivos. Eso es; en una mueca. Que en el fondo era de lástima también por mí, y por tener que sonreír, y porque al fin y al cabo yo también escogí la muerte y la podredumbre una madrugada en la que ya amanecía en el fin del mundo.
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